868 resultados para Iglesia y estado-España


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La presente exposición hace un recorrido por los fondos de la Biblioteca Histórica “Marqués de Valdecilla” de la Universidad Complutense de Madrid correspondientes al siglo XVII, dedicados a temas políticos y, más especialmente, a cuestiones de propaganda. El riquísimo material existente entre los alrededor de 100.000 volúmenes totales permite hacerse una idea bastante aproximada de la producción cultural hispánica dedicada a la exaltación del poder Habsburgo en todas sus dimensiones, tanto pretéritas como coetáneas, así como a la defenestración del adversario o la ejecución de proyectos o disposiciones administrativas, hechas por personajes notables o modestos,vinculados a la Corte, la Iglesia o la literatura, entre otros.La variedad de tipologías pertinentes para elaborar una exposición de estas características es verdaderamente extensa. Resulta bastante sencillo apuntar hacia libelos en los que se declara de manera explícita el odio a lo francés, se hace un canto a las excelencias de alguno de sus territorios, se responde a este o aquel manifiesto o se relata la forma en que los ejércitos aliados consiguieron someter a la tropa enemiga,pero no es menos interesante adentrarse en los entresijos de tratados de historia donde se relata la Guerra de Flandes o la propia de España desde el Diluvio Universal.

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Esta investigación analiza la producción científica presentada en los congresos de la Asociación Española de Investigación de la Comunicación con el fin de comprender su desarrollo y su estado actual. Para ello, se han analizado 715 comunicaciones con veintidós variables, entre las que se encuentran: el autor, el género, la vinculación institucional, la nacionalidad, el tipo de comunicación, la metodología empleada, la réplica de contenidos, la tipología descriptiva y la finalidad de las comunicaciones. Entre otros hallazgos, los resultados muestran una mayoría femenina en la contribución académica, pero no entre los cargos académicos de mayor rango; la preferencia de los objetos de estudio empresariales, pero no profesionales o laborales; una tendencia hacia la mayor participación de doctorandos; y una elevada concentración de la producción científica en cuanto a la temática y la distribución territorial.

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ARGUMENTACION JURIDICA Y ESTADO CONSTITUCIONAL 1. La tesis de que existe una estrecha relación entre el Estado constitucional y la argumentación jurídica no pasa de ser una obviedad, pero quizás no sea ya tan obvio precisar como hay que entender esa relación. Como se sabe, por “Estado constitucional” no se entiende simplemente el Estado en el que está vigente una constitución, sino el Estado dotado de una Constitución (o incluso sin una constitución en sentido formal, sin un texto constitucional) con ciertas características: la constitución del “Estado constitucional” no supone sólo la distribución formal del poder entre los distintos órganos estatales (el “principio dinámico del sistema jurídico-político” [véase, Aguiló 2.001]), sino la existencia de ciertos contenidos (los derechos fundamentales) que limitan o condicionan la producción, la interpretación y la aplicación del Derecho. El Estado “constitucional” se contrapone así al Estado “legislativo”, puesto que ahora el poder del legislador (y el de cualquier órgano estatal) es un poder limitado y que tiene que justificarse en forma mucho más exigente. No basta con la referencia a la autoridad (al órgano competente) y a ciertos procedimientos, sino que se requiere también (siempre) un control en cuanto al contenido. El Estado constitucional supone así un incremento en cuanto a la tarea justificativa de los órganos públicos y, por tanto, una mayor demanda de argumentación jurídica (que la requerida por el Estado liberal de Derecho). En realidad, el ideal del Estado constitucional supone el sometimiento completo del poder al Derecho, a la razón: el imperio de la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece por ello bastante lógico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo y cualitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos; y que el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica haya corrido también paralela a la progresiva implantación del modelo del Estado constitucional. 2. En los últimos tiempos ha sido frecuente señalar que la nueva realidad de los sistemas jurídicos (en los países occidentales desarrollados) requería también la elaboración de nuevos modelos teóricos; en particular, el debate se ha centrado en la necesidad de superar el positivismo jurídico y sustituirlo por una concepción del Derecho (no positivista) que permita dar cuenta de la nueva realidad. En mi opinión, la inadecuación del positivismo jurídico es un hecho [en contra véase, por ejemplo, Comanducci 2.002]. O, dicho con más precisión: de las dos tesis que supuestamente caracterizan al positivismo jurídico, la primera, la de las fuentes sociales del Derecho, es sin duda verdadera, pero por sí sola no permite caracterizar una concepción del Derecho; y la segunda, la de la separación entre el Derecho y la moral, no permite reconstruir satisfactoriamente el funcionamiento real de nuestros sistemas jurídicos. Por supuesto, esta última distinción (entre el Derecho y la moral) puede trazarse con sentido en el contexto de cierto tipo de discurso jurídico, pero no en otros; en particular, el discurso jurídico justificativo contiene o presupone siempre un fragmento moral. Para decirlo en el lenguaje de Carlos Nino [1985]: las normas jurídicas no son razones autónomas para justificar decisiones, sino que toda justificación es una justificación moral (lo cual, ciertamente, no es otra cosa que una reformulación de la tesis de Alexy [1978] de que la argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica de carácter general). La crítica al positivismo jurídico no supone, por lo demás, la rehabilitación de alguna otra de las diversas concepciones que han tenido algún grado de vigencia en el siglo XX. En particular, no me parece que las insuficiencias del positivismo puedan superarse recurriendo a alguna versión de la teoría iusnaturalista. Es cierto, como ha hecho notar Ferrajoli [1989], que el constitucionalismo moderno “ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado” y, desde luego, ha pulverizado la tesis positivista (no de todos los positivistas) de que el Derecho puede tener cualquier contenido. Pero ello, por sí mismo, no permite tampoco (como ocurría antes en relación con la tesis de las fuentes sociales) caracterizar una concepción del Derecho. También es cierto -si se quiere- que el papel que desempeñaba antes el Derecho natural respecto del soberano lo desempeña ahora la constitución respecto del legislador [sobre esto, Prieto, p. 17], pero dar cuenta del paralelismo es una cosa, y contar con instrumentos teóricos que permitan reconstruir y orientar los procesos de producción, interpretación y aplicación del Derecho (y, en particular, cómo articular la relación entre el Derecho legal y el constitucional), otra bastante distinta. El iusnaturalismo (concretamente, el del siglo XX), no parece haberse interesado mucho por el discurso jurídico justificativo interno al propio Derecho (las argumentaciones de los jueces, de los abogados, de los legisladores...), ni siquiera cuando ha elaborado teorías (como en el caso de la de Fuller [1964]) que, en muchos aspectos, preanunciaba el constitucionalismo contemporáneo. En realidad, ninguna de las principales concepciones del Derecho del siglo XX ha sido proclive a desarrollar una teoría de la argumentación jurídica, a ver el Derecho como argumentación. Dicho en forma sumaria: El formalismo ha adolecido de una visión excesivamente simplificada de la interpretación y la aplicación del Derecho y, por tanto, del razonamiento jurídico. El iusnaturalismo tiende a desentenderse del Derecho en cuanto fenómeno social e histórico, o bien a presentarlo en forma mixtificada, ideológica (Holmes [1920] comparó en una ocasión a los juristas partidarios del Derecho natural con los caballeros a los que no basta que se reconozca que su dama es hermosa; tiene que ser la más bella que haya existido y pueda llegar a existir). Para el positivismo normativista el Derecho -podríamos decir- es una realidad dada de ante mano (las normas válidas) y que el teórico debe simplemente tratar de describir; y no una actividad, una praxis, configurada en parte por los propios procesos de la argumentación jurídica. El positivismo sociológico (el realismo jurídico) centró su atención en el discurso predictivo, no en el justificativo, seguramente como consecuencia de su fuerte relativismo axiológico y de la tendencia a ver el Derecho como un mero instrumento al servicio de fines externos. Y las teorías “críticas” del Derecho (marxistas o no) han tropezado siempre con la dificultad (o imposibilidad) de hacer compatible el escepticismo jurídico con la asunción de un punto de vista comprometido (interno) necesario para dar cuenta del discurso jurídico justificativo. 3. Me parece que los déficits anteriores (y los cambios en los sistemas jurídicos provocados por el avance del Estado constitucional) es lo que explica básicamente que en los últimos tiempos se esté gestando una nueva concepción del Derecho que, en un trabajo reciente [Atienza 2.000], he caracterizado con los siguientes rasgos: 1) La importancia otorgada a los principios como ingrediente necesario -además de las reglas- para comprender la estructura y el funcionamiento de un sistema jurídico. 2) La tendencia a considerar las normas -reglas y principios- no tanto desde la perspectiva de su estructura lógica, cuanto a partir del papel que juegan en el razonamiento práctico. 3) La idea de que el Derecho es una realidad dinámica y que consiste no tanto -o no sólo- en una serie de normas o de enunciados de diverso tipo, cuanto -o también- en una práctica social compleja que incluye, además de normas, procedimientos, valores, acciones, agentes, etc. 4) Ligado a lo anterior, la importancia que se concede a la interpretación que es vista, más que como resultado, como un proceso racional y conformador del Derecho. 5) El debilitamiento de la distinción entre lenguaje descriptivo y prescriptivo y, conectado con ello, la reivindicación del carácter práctico de la teoría y de la ciencia del Derecho que no pueden reducirse ya a discursos meramente descriptivos. 6) El entendimiento de la validez en términos sustantivos y no meramente formales (para ser válida, una norma debe respetar los principios y derechos establecidos en la constitución). 7) La idea de que la jurisdicción no puede verse en términos simplemente legalistas -de sujeción del juez a la ley-, pues la ley debe ser interpretada de acuerdo con los principios constitucionales.8) La tesis de que entre el Derecho y la moral existe una conexión no sólo en cuanto al contenido, sino de tipo conceptual; incluso aunque se piense que la identificación del Derecho se hace mediante algún criterio como el de la regla de reconocimiento hartiana, la aceptación de la misma parece tener carácter moral. 9) La tendencia a una integración entre las diversas esferas de la razón práctica: el Derecho, la moral y la política. 10) Como consecuencia de lo anterior, la idea de que la razón jurídica no es sólo razón instrumental, sino razón práctica; la actividad del jurista no está guiada -o no está guiada exclusivamente- por el éxito, sino por la corrección, por la pretensión de justicia. 11) La importancia puesta en la argumentación jurídica -en la necesidad de tratar de justificar racionalmente las decisiones-, como característica esencial de una sociedad democrática. 12) Ligado a lo anterior, la convicción de que existen criterios objetivos (como el principio de universalización o el de coherencia o integridad) que otorgan carácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones, aunque no se acepte la tesis de que existe una respuesta correcta para cada caso. 13) La consideración de que el Derecho no es sólo un instrumento para lograr objetivos sociales, sino que incorpora valores morales y que esos valores no pertenecen simplemente a una determinada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada. 4. Ahora bien, aunque yo señalaba entonces como uno de los rasgos de esta “nueva” -o relativamente nueva- concepción del Derecho la importancia creciente de la argumentación jurídica, prácticamente todas las otras características están ligadas con eso, esto es, llevan a un aumento cuantitativo y cualitativo de los procesos de argumentación jurídica. Para mostrarlo, me referiré únicamente a dos de esas notas: la importancia de los principios y la creencia de que existen ciertos criterios objetivos que guían la práctica del discurso jurídico justificativo. 4.1. Como es bien sabido, la distinción entre reglas y principios es una cuestión sumamente controvertida, en la que no cabe entrar aquí. Me parece, sin embargo, que existe un consenso amplio en cuanto a la mayor dificultad -dificultad argumentativa- que supone el manejo de principios. Visto desde la perspectiva de la justificación de las decisiones judiciales (y los principios no operan únicamente en esta instancia del Derecho), cabría decir que la justificación supone varios niveles [Atienza y Ruiz Manero, 1996]. El primero es el nivel de las reglas. La aplicación de las reglas para resolver casos (casos fáciles) no requiere deliberación en el sentido estricto de la expresión, pero ello no supone tampoco que se trate de una operación meramente mecánica. En todo caso, el nivel de las reglas no es siempre suficiente. Con una frecuencia que puede cambiar de acuerdo con muchos factores, los jueces tienen que enfrentarse con casos para los que el sistema jurídico de referencia no provee reglas, o provee reglas contradictorias, o reglas que no pueden considerarse justificadas de acuerdo con los principios y valores del sistema. Naturalmente, esto no quiere decir que en tales supuestos el juez pueda prescindir de la reglas, sino que tiene que llevar a cabo un proceso de deliberación práctica (de ponderación) para transformar ciertos principios en reglas. Ello supone realizar operaciones como las siguientes: la construcción de una tipología de clases de casos a partir de un análisis de las semejanzas y de las diferencias consideradas relevantes; (en algunas ocasiones) la formulación de un principio a partir del material normativo establecido autoritativamente (la explicitación de un principio implícito); la priorización de un principio sobre otro, dadas determinadas circunstancias (el paso de los principios a las reglas). La argumentación jurídica en estos casos no puede reducirse, obviamente, a su esquematización en términos deductivos; el centro radica más bien en la confrontación entre razones de diversos tipos: perentorias o no perentorias, autoritativas o substantivas, finalistas o de corrección, institucionales o no... 4.2. La creencia en la existencia o no de criterios objetivos que controlan la justificación de las decisiones jurídicas es de radical importancia para abordar el problema de la discrecionalidad. Me limitaré a considerar la discrecionalidad de los órganos administrativos (la discrecionalidad jurídica no se agota aquí), sobre la que últimamente ha tenido lugar en España una interesante polémica [sobre ella, Atienza 1995] . La importancia de la cuestión radica en que, por un lado, se reconoce que las transformaciones del Estado contemporáneo, y en particular, el cambo en la función de la ley (el paso de una “vinculación positiva” a una “vinculación estratégica”) lleva a una revalorización de la discrecionalidad administrativa (la actividad administrativa no es mera ejecución jurídica); y, por otro lado, la Constitución española (en el art. 9, apartado 3) garantiza “la interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos”. ¿Son entonces los actos discrecionales de la Administración (el ejercicio de la potestad de planeamiento urbanístico, las intervenciones y regulaciones económicas, etc.) susceptibles de control judicial? Si a la cuestión se desea responder en forma positiva (si se quiere respetar la prohibición de arbitrariedad), no queda en mi opinión más remedio que partir de la idea de que las decisiones de los órganos públicos no se justifican simplemente porque provengan de cierta autoridad, sino que se precisa además que el órgano en cuestión aporte razones intersubjetivamente válidas a la luz de los criterios generales de la racionalidad práctica y de los criterios positivizados en el ordenamiento jurídico (los cuales, a su vez, no pueden ser otra cosa -si pretenden estar justificados- que concreciones de los anteriores); o sea, hay que presuponer una concepción suficientemente amplia de la razón. El escepticismo en este campo no puede conducir a otra cosa que al decisionismo, a considerar que la cuestión decisiva es simplemente la de “quien está legitimado para establecer la decisión”. Es interesante darse cuenta de que la existencia de la discrecionalidad (en sentido estricto [sobre el concepto de discrecionalidad, Lifante 2.001]) es el resultado de regular de una cierta forma la conducta: no mediante normas de acción (normas condicionales), sino por medio de normas de fin, que otorgan la posibilidad de optar entre diversos medios para alcanzar un determinado fin y también (hasta cierto punto) de contribuir a la concreción de ese fin; el razonamiento con ese tipo de norma no es el razonamiento clasificatorio, subsuntivo, sino el razonamiento finalista que parece encajar en el esquema de lo que Aristóteles llamó “silogismo práctico”. Digamos que los principios (los principios en sentido estricto), por un lado, y las normas de fin, por el otro, ponen de manifiesto que la argumentación jurídica no puede verse únicamente en términos de subsunción, sino también en términos de ponderación y en términos finalistas. La teoría de los enunciados jurídicos tiene, pues, mucho que ver con la teoría de la argumentación jurídica lo que, naturalmente, no tiene nada de sorprendente. 5. Lo dicho hasta aquí podría quizás resumirse de esta manera: una idea central del Estado constitucional es que las decisiones públicas tienen que estar motivadas, razonadas, para que de esta forma puedan controlarse. Dado que el criterio de legitimidad (del poder) no es aquí de carácter carismático, ni tradicional, ni sólo formal-procedimental, sino que, en una amplia medida, exige recurrir a consideraciones materiales, substantivas, se comprende que el Estado constitucional ofrezca más espacios para la argumentación que ninguna otra organización jurídico-política. Ahora bien, eso no debe llevar tampoco a pensar que el Estado constitucional sea algo así como un Estado argumentativo, una especie de imperio de la razón. Las “teorías constitucionalistas del Derecho” ( Bongiovanni [2.000] incluye bajo el anterior título -como casos paradigmáticos- las obras de Dworkin y de Alexy) corren el riesgo de presentar una imagen excesivamente idealizada del Derecho, probablemente como consecuencia de que son teorías formuladas preferentemente o casi exclusivamente desde la perspectiva del aceptante, del “hombre bueno”. Por eso, conviene no perder de vista que, como ya hace tiempo advirtió Tugendhat [1980], el Derecho del Estado constitucional no es el mejor de los imaginables, sino simplemente el mejor de los realmente existentes. Por un lado, no cabe duda de que el Estado constitucional sigue dejando amplios espacios a un ejercicio del poder que para nada hace uso de instrumentos argumentativos. Pongamos algunos ejemplos. Por razones de economía comprensibles, muchas de las decisiones que toman los órganos públicos (incluidos los órganos judiciales) y que se considera no revisten gran importancia no son motivadas: si no fuera así, se haría imposible un funcionamiento eficiente de las instituciones. Además, la burocratización creciente, el aumento de la carga de trabajo de los jueces, etc. lleva a que la no argumentación (la práctica de utilizar modelos estereotipados es, con frecuencia, una forma de no motivar) se extienda a decisiones que pueden tener consecuencias graves. Tampoco son motivadas, como se sabe, las decisiones de los jurados; en España, precisamente, hay una experiencia interesante, pues recientemente se introdujo el jurado (un jurado de legos) y se estableció la obligación de que motivaran sus decisiones, lo cual (dada la dificultad de la tarea) es probablemente una de las causas del (relativo) fracaso de la institución. La argumentación legislativa presenta notables debilidades: el proceso de elaboración de las leyes exhibe, en nuestras democracias, más elementos de negociación que de discurso racional; y las exposiciones de motivos son paralelas, pero no equivalen del todo, a las motivaciones de las decisiones judiciales. Y, en fin, una de las consecuencias del 11 de septiembre es el incremento creciente (y la justificación) de los actos del poder ejecutivo que quedan al margen de cualquier tipo de control (jurídico o político). Por otro lado, el carácter argumentativamente deficitario de nuestras sociedades es especialmente preocupante en relación con el fenómeno de la globalización, esto es, en relación con importantes ámbitos de poder que escapan al control de las normas del Estado. Parece, por ejemplo, obvio que las instituciones empresariales (las grandes empresas multinacionales) detentan un inmenso poder sobre las poblaciones y que sería absurdo considerar simplemente como un poder privado regido básicamente por el principio de autonomía. Y no parece tampoco que haya ninguna razón sólida para limitar el campo del Derecho al Derecho del Estado y al Derecho internacional entendido como aquel que tiene por objeto las relaciones entre los Estados soberanos. Twining ha insistido recientemente en que uno de los retos que la globalización plantea a la teoría del Derecho es precisamente el de superar esa visión estrecha de lo jurídico [Twinning 2.000, p. 252], y creo que no le falta razón. El pluralismo plantea sin duda muchos problemas de carácter conceptual y puede resultar, por ello, una construcción insatisfactoria desde el punto de vista de una teoría exigente. Pero el paradigma jurídico estatista (prescindir de los fenómenos jurídicos -o, si se quiere, parajurídicos- que se producen más allá y más acá del ámbito estatal) cercena el potencial civilizatorio del Derecho y tiene el riesgo de condenar a la irrelevancia a la teoría del Derecho.

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Sin embargo, a pesar de resultados positivos, y de algunos innegables escollos, nadie podría definir claramente de qué se trata el Estado Comunitario. Es por ello que el IV Seminario Internacional de Derecho Constitucional consagró este tema a la discusión e invitó a varios expertos nacionales e internacionales, en la Universidad de Medellín para que ayudaran a resolver tan espinoso enigma. Para el asesor presidencial José Obdulio Gaviria, el Estado Comunitario es una proposición sobre métodos para buscar la eficacia plena del Estado social de derecho. El Estado se debe a la comunidad y es esta la que debe ser beneficiada en todas las actividades de gobierno. El Estado comunitario debe estar cerca de la comunidad y expresarle de la forma más directa su eficacia en la consecución del Estado social de derecho. El análisis del Estado comunitario no podría quedarse sin una retrospectiva de lo que pasa en países referentes de la realidad colombiana, tales como España, con los análisis de los profesores Carlos R. Fernández y Amparo Alcoceba Gallego, de México con la exposición del profesor José Luis Caballero Ochoa y de Italia con el maestro Eduardo Rozo Acuña.

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Resumen: Una teología de los signos de estos tiempos latinoamericanos reclama ser localizada en el horizonte hermenéutico de la recepción del Concilio Vaticano II. La Conferencia de Medellín, como único caso de recepción continental del Concilio y ejercicio colegiado de discernimiento teológico pastoral de los signos de los tiempos, constituye un espacio ejemplar para la reflexión. En Medellín, la pobreza de la Iglesia y la preferencia por los pobres expresan una clave de esta recepción y un criterio al discernir los signos de esos tiempos; esta recepción realizada en Medellín, que puede considerarse fiel, creativa, selectiva e inacabada, pide ser reapropiada.

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Introducción: "A comienzos de la década de 1990 la delegación legislativa despertó luego de un prolongado letargo de casi sesenta años. No obstante su importancia como fuente del derecho, desde fines de la década de 1920 el reglamento delegado había vegetado confusamente, junto con el reglamento ejecutivo, bajo el entonces Artículo 86, inciso 2º de la Constitución (actualmente el Artículo 99, inciso 2º), sin que pronunciamiento judicial alguno lograra establecer con claridad las diferencias entre uno y otro. La Corte, rutinariamente, se había limitado a convalidar el obrar del Poder Ejecutivo en ambos reglamentos, apelando a dos reglas muy generales elaboradas –con diferencia de un año– en los casos “A.M. Delfino” y “Administración de Impuestos Internos c/ Chadwick, Weir y Cía. Ltda.”, a los que me referiré en el punto siguiente. Esta inercia jurisprudencial tuvo un cimbronazo en 1993, cuando la Corte resolvió “Cocchia c/ Estado Nacional”, forzando la teoría de la delegación legislativa para declarar la constitucionalidad de un decreto que había derogado un convenio colectivo de trabajo. Aisladamente este caso no hubiera tenido mayor trascendencia, pero en aquel entonces la sensibilidad hacia la hiperactividad presidencial estaba agudizada desde que la Corte, en “Peralta c/ Estado Nacional”, convalidara el llamado “Plan Bonex”, por medio del cual el Decreto Nº 36/1990 había ordenado la devolución de los depósitos bancarios en Bonos Externos con garantía dólar, títulos que todavía no habían sido emitidos..."

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Resumen: La satisfacción laboral es considerada una actitud frente a las experiencias laborales. En los últimos diez años su estudio se ha desplazado desde una posición periférica hasta el lugar central que ocupa en nuestros días. En línea con este renovado interés, el propósito del presente trabajo es proporcionar una actualización bibliográfica sobre la satisfacción laboral. En primer lugar, se realizan algunas consideraciones conceptuales en torno al constructo. A continuación, se presenta una síntesis de los instrumentos para su medición desarrollados hasta la fecha. Seguidamente, se reseñan las evidencias empíricas más recientes en relación a sus antecedentes contextuales y disposicionales, así como sus implicancias tanto para los empleados como para las organizaciones. Finalmente, se concluye con algunas sugerencias para futuras investigaciones.

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Resumen: El artículo tiene por tema central la importancia de la intervención de la Iglesia en asuntos socio-económicos. El autor parte de dos interrogantes: el motivo por el cual se instauró la Doctrina Social de la Iglesia a finales del siglo XIX y no anteriormente, y las razones que condujeron al quiebre entre la Doctrina Social de la Iglesia y la teoría económica dominante. Para dar respuesta a estas cuestiones, Pasinetti se remonta a los inicios del Cristianismo, y realiza un análisis histórico del desarrollo de la teoría económica hasta la proclamación de la encíclica Rerum Novarum en 1891. El autor explica que ese corpus doctrinal surgió como resultado de tres eventos históricos: la Revolución Industrial, el impacto de la obra de Karl Marx, y la falla en formular una teoría económica capaz de resolver los problemas de un mundo nuevo. La Doctrina Social de la Iglesia, entonces, está llamada a superar estas dificultades ya que posee las herramientas necesarias para lograrlo.

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En torno al sexenio comprendido entre las dos fechas distintivas del Bicentenario argentino, 1810 y 1816, el autor se propone una lectura histórica sobre los hombres y las ideas que rodearon a la Primera Junta de gobierno, la función propagandista del clero, el cuestionamiento por parte de dos obispos de la legitimidad de la revolución y el apoyo de un obispo patriota, el período de “interregno episcopal” y la continuidad religiosa, la obra cultural de la Junta y la celebración del Congreso de la Independencia en Tucumán. Se afirma, a partir de las fuentes, el lugar de aceptación que tuvo la IglesiaCatólica en esta época.

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Resumen: La autora describe una articulación vital entre identidad eclesial e identidad civil, que se expresa en la fundación de una organización civil no confesional. Y reinterpreta la experiencia teniendo en cuenta la situación de transición que se da en las prácticas y sus interpretaciones, tanto en lo social como en lo eclesial.

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Estudio de material original y productos de degradación en Patrimonio Construido. Técnicas analíticas no destructivas. Planteamiento de posibles mecanismos de degradación.

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Se establecen las equivalencias fitoclimáticas laxas y estrictas entre España y Turquía siguiendo el modelo numérico-taxonómico de Allúe-Andrade, así como las correspondencias turcas con las series de vegetación españolas. Las equivalencias con los subtipos filoclimáticos turcos termo y eumediterráneos se producen en la clase Quercetea ilicis, mientras que las que se producen con los subtipos nemorales y nemorolauroides lo hacen en la clase Querco-Fagetea. En una posición intermedia se sitúan los subtipos nemoromediterráneos, con equivalencias en ambas clases. Las alianzas correspondientes al subtipo termomediterráneo turco IV2 son Querco rotundifol¡ae-Oleion sylvestris y de la alianza Oleo-Ceratonion siliqueae, las correspondientes al subtipo eumediterráneo IV4 son Quercion ilicis y Quercion broteroi y las correspondientes a los subtipos nemorales y nemorolauroides VI y VI(V) son las alianzas Quercion robori-pyrenaicae, Carpinion y Quercion pubescenti-sessiliflorae. En cada caso se detallan las sedes de vegetación equivalentes.