68 resultados para Labor unions - 20th century - Australia
Resumo:
La autora parte de la concepción de Alfredo Pareja sobre el acto de escribir (sostiene que a través de sus personajes logró dar vida a sus ideas y proyectos políticos), y afirma que un ejemplo cabal de ella es la construcción de la mulata Baldomera. Reflexiona entonces sobre el autor, a partir de su biografía y de la creación de sus personajes. Baldomera sería una metáfora de la mujer de la época, ubicada entre la sujeción y la búsqueda de una autonomía, en este proceso ella se rebela, no contra los hombres, sino fundamentalmente contra su cuerpo, contra sí misma, evidenciando la doble moral de la mentalidad patriarcal, que persigue la sumisión de la mujer por medio de la violencia. Entonces, "¿qué representa Baldomera? Es un cuerpo roto, escindido, marcado y sufriente. Una muestra de la obscenidad de la miseria".
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En el presente ensayo la autora reflexiona sobre varios aspectos de Los poderes omnímodos, de Alfredo Pareja Diezcanseco. Primero, el equilibrio entre las historias personales y la historia del país, más que de la vida del presidente Velasco Ibarra, parece ocuparse por reconstruir la memoria de una época de trágica importancia en el Ecuador, en el contexto de la historia mundial. Por otro lado, el personaje Pablo Canelos representa el arquetipo de una conciencia intelectual crítica, atenta, a veces incluso apegada al sentimiento, aunque padece de cierto desarraigo afectivo. En tercer lugar, los personajes femeninos por momentos parecen, otra vez, arquetipos, se destacan varios rasgos de Juanita Rincón: sus sentimientos casi siempre confusos respecto de sus relaciones y sus búsquedas afectivas, marcada por el parricidio y la orfandad materna temprana. Balbina Carrillo, construida a partir de valores femeninos tradicionales: afectuosa, sensible y sentimental, movida a complacer y a hacer feliz al hombre más allá de sus propias necesidades, pulsiones y deseos. Finalmente, en lo temático se reflexiona sobre el desencanto de los ideales revolucionarios frustrados. La novela puede considerarse una representación de cómo los ecuatorianos de la primera mitad del siglo XX enfrentaban la historia y la vida intelectual, política y social de su tiempo.
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La reconstrucción de una entrevista realizada en 1988 permite al autor hacer un lúcido recorrido sobre el valor de la obra crítica, narrativa e histórico-biográfica de Alfredo Pareja Diezcanseco, y establecer un balance del aporte de la misma en varios momentos de la narrativa ecuatoriana del siglo XX: los años de las vanguardias, la década de 1950 y el período posterior al boom latinoamericano. El texto pone en relieve la talla humana de Pareja, y ofrece una muestra de esa extraña sintonía que los grandes narradores únicamente son capaces de establecer con el lector, provocando en éste la sensación de sentirse «tocado y transformado por el encanto de su palabra».
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El autor lee a Carrera Andrade como un creador surgido en el quiebre de los presupuestos, ideologías y esperanzas del siglo XIX e inicios del XX, más plagado de incertidumbres que de certezas. Acaso el rasgo autobiográfico de su poesía, y su apego a una temática múltiple –no apartada nunca del desciframiento de los sentidos de lo pequeño– han oscurecido la intención del autor de reflexionar sobre la condición y el destino del hombre moderno. Cercano al existencialismo, en tanto filosofía develadora de la fragilidad y soledad humanas, de la futilidad de sus construcciones intelectuales, Carrera fue testigo –en un siglo de confrontaciones– «de la fealdad triunfante y la libertad encadenada». El poeta describe tres atributos definitorios del hombre moderno: soledad, imposibilidad de ser libre, y su condición de desterrado. Plantea Carrera que estas condiciones ontológicas de soledad y de ser prisionero no se agotarían en el hombre, sino que conformarían también a otros seres y objetos del universo. El destierro aludiría no solo a la condición literal del exiliado, sino también a la ausencia de un hogar espiritual, aunque, en relación a este punto, parece arribar a una cierta conciliación mediante la idea de que es posible trascender la finitud del individuo en la pervivencia de la humanidad entera –destino común el del «hombre planetario», cantado por el poeta a pesar de su soledad y sus prisiones.
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Mauricio Ostria revisa la manera en que el mapuche es presentado en la literatura chilena. Durante la Colonia, ciertos rasgos de los indios mapuches resaltados por La Araucana, de Alonso de Ercilla (valor, rebeldía, destino épico de resistencia), contribuyeron a configurar la identidad del pueblo chileno. Durante la república, la percepción camina entre la admiración y la conmiseración, y el desprecio por el excluido. En el siglo XX predomina la exclusión, la idea del mapuche como un ser moralmente degradado, sin embargo, poetas como Gabriela Mistral y Pablo Neruda se aproximan con distintos puntos de vista, apartados del desprecio. A fines del siglo XX, la mirada multicultural inicia una literatura que pretende dar voz al mapuche, escritores de esta línea son Violeta Cáceres, Clemente Riedemann, y poetas de origen mapuche, como Jaime Luis Huenún, Leonel Lienlaf, Elicura Chihuailaf («la más reflexiva, la más polémica, la más lúcida de las voces mapuches, la más consciente de la función de resistencia e identidad cultural»), son los que más luchan por una nueva percepción del mapuche que, aun ahora, es visto por la sociedad chilena como héroe, bárbaro o víctima.
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El «poder republicano» en el Ecuador, durante los siglos XIX y XX ha representado de opuestas maneras el espacio de frontera con Colombia («el hermano del Norte») y con Perú («el enemigo», «Caín de América»), representaciones que han generado discursos de soberanía, cuya función es buscar la construcción de un orden social, la implantación de «leyes» (de la Iglesia, el Estado). Por otro lado, las fronteras, sobre todo surorientales, eran representadas como espacios indeterminados («zonas baldías», ignotas, peligrosas, con una débil o nula presencia estatal), y sus habitantes, como «salvajes». Todo ello generó otro tipo de discursos: los civilizatorios, que buscaban misionar, colonizar y concesionar (esto es, ceder el control de territorios baldíos a compañías e inversionistas extranjeros, para que se hicieran cargo de la explotación de recursos naturales y la administración de los mismos). Si bien las diferencias entre los discursos se difuminan, los imaginarios de los que se parte (en relación con los territorios baldíos y zonas de frontera) se mantienen y reconstituyen durante el siglo XX. Ambos son retóricas que contribuyen al desconocimiento y negación de la realidad de estas zonas.
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La autora analiza tres textos latinoamericanos que muestran construcciones del imaginario andino, extendidas a ciertos estereotipos sobre la corporalidad andina: frágil, dolorida, para la cual la esperanza de liberación radica en un azar. En «Boletín y Elegía de las Mitas», César Dávila presenta una versión del cuerpo indio «exclusivamente centrada en la vejación de lo anatómico» (de su cabeza y genitales, de órganos tan profundos como el corazón y el esqueleto), con lo que el cuerpo desnudo y forzado se convierte en ajeno. En «El sueño del Pongo», de José María Arguedas, el cuerpo del indio oprimido es diminuto, y porta una «gestualidad comprimida que se pone en juego a partir de posturas humilladas». Pese al final aparentemente optimista de ambos textos, se trata de productos culturales que cumplen un rol en el ejercicio de control social. En «Barraquera», de José de la Cuadra, el cuerpo de esta mujer es fundado a partir de violaciones, muertes y migraciones forzadas: habituado a sufrir y callar, para este cuerpo el dolor se convierte en la única vía posible de acceso al placer. Se remarca que el tiempo cronológico de los tres relatos es el de la espera, el tiempo del destino. Para estos cuerpos-lugares siempre vulnerables y violentados, burlados o invisibilizados, lo fatal fundamentaría un cierre de lo histórico.