940 resultados para American--20th century


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"El lenguaje despojado del realismo le sirve al autor, un sobreviviente al igual que su personaje, para pensar una representación de los hechos cuando los gusanos hayan destruído la materialidad de los cuerpos y sus testimonios." En Baldomera, los referentes locales adquieren universalidad en las cuestiones de género: la historia de esta heroína fracasada puede ser leída como la del país, inscrita en el cuerpo de una mujer pobre, fea y negra, que termina sus días en una cárcel. Aunque es fuerte y resiste (sobrevive sin armas la matanza de noviembre de 1922), en los enfrentamientos con la ley -con la violencia racional de sus armas-, ella pierde, esto agrega un elemento más a las tensiones entre la pequeñez y lo grande, presentes en toda la novela. Un poco como el mismo autor, sobreviviente del Grupo de Guayaquil, cuando testifica sobre el trabajo literario de los Cinco como un Puño, intelectuales modernos con voz crítica ante las realidades sociales y las contradicciones de los años treinta.

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La autora parte de la concepción de Alfredo Pareja sobre el acto de escribir (sostiene que a través de sus personajes logró dar vida a sus ideas y proyectos políticos), y afirma que un ejemplo cabal de ella es la construcción de la mulata Baldomera. Reflexiona entonces sobre el autor, a partir de su biografía y de la creación de sus personajes. Baldomera sería una metáfora de la mujer de la época, ubicada entre la sujeción y la búsqueda de una autonomía, en este proceso ella se rebela, no contra los hombres, sino fundamentalmente contra su cuerpo, contra sí misma, evidenciando la doble moral de la mentalidad patriarcal, que persigue la sumisión de la mujer por medio de la violencia. Entonces, "¿qué representa Baldomera? Es un cuerpo roto, escindido, marcado y sufriente. Una muestra de la obscenidad de la miseria".

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En el presente ensayo la autora reflexiona sobre varios aspectos de Los poderes omnímodos, de Alfredo Pareja Diezcanseco. Primero, el equilibrio entre las historias personales y la historia del país, más que de la vida del presidente Velasco Ibarra, parece ocuparse por reconstruir la memoria de una época de trágica importancia en el Ecuador, en el contexto de la historia mundial. Por otro lado, el personaje Pablo Canelos representa el arquetipo de una conciencia intelectual crítica, atenta, a veces incluso apegada al sentimiento, aunque padece de cierto desarraigo afectivo. En tercer lugar, los personajes femeninos por momentos parecen, otra vez, arquetipos, se destacan varios rasgos de Juanita Rincón: sus sentimientos casi siempre confusos respecto de sus relaciones y sus búsquedas afectivas, marcada por el parricidio y la orfandad materna temprana. Balbina Carrillo, construida a partir de valores femeninos tradicionales: afectuosa, sensible y sentimental, movida a complacer y a hacer feliz al hombre más allá de sus propias necesidades, pulsiones y deseos. Finalmente, en lo temático se reflexiona sobre el desencanto de los ideales revolucionarios frustrados. La novela puede considerarse una representación de cómo los ecuatorianos de la primera mitad del siglo XX enfrentaban la historia y la vida intelectual, política y social de su tiempo.

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El autor lee a Carrera Andrade como un creador surgido en el quiebre de los presupuestos, ideologías y esperanzas del siglo XIX e inicios del XX, más plagado de incertidumbres que de certezas. Acaso el rasgo autobiográfico de su poesía, y su apego a una temática múltiple –no apartada nunca del desciframiento de los sentidos de lo pequeño– han oscurecido la intención del autor de reflexionar sobre la condición y el destino del hombre moderno. Cercano al existencialismo, en tanto filosofía develadora de la fragilidad y soledad humanas, de la futilidad de sus construcciones intelectuales, Carrera fue testigo –en un siglo de confrontaciones– «de la fealdad triunfante y la libertad encadenada». El poeta describe tres atributos definitorios del hombre moderno: soledad, imposibilidad de ser libre, y su condición de desterrado. Plantea Carrera que estas condiciones ontológicas de soledad y de ser prisionero no se agotarían en el hombre, sino que conformarían también a otros seres y objetos del universo. El destierro aludiría no solo a la condición literal del exiliado, sino también a la ausencia de un hogar espiritual, aunque, en relación a este punto, parece arribar a una cierta conciliación mediante la idea de que es posible trascender la finitud del individuo en la pervivencia de la humanidad entera –destino común el del «hombre planetario», cantado por el poeta a pesar de su soledad y sus prisiones.

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Mauricio Ostria revisa la manera en que el mapuche es presentado en la literatura chilena. Durante la Colonia, ciertos rasgos de los indios mapuches resaltados por La Araucana, de Alonso de Ercilla (valor, rebeldía, destino épico de resistencia), contribuyeron a configurar la identidad del pueblo chileno. Durante la república, la percepción camina entre la admiración y la conmiseración, y el desprecio por el excluido. En el siglo XX predomina la exclusión, la idea del mapuche como un ser moralmente degradado, sin embargo, poetas como Gabriela Mistral y Pablo Neruda se aproximan con distintos puntos de vista, apartados del desprecio. A fines del siglo XX, la mirada multicultural inicia una literatura que pretende dar voz al mapuche, escritores de esta línea son Violeta Cáceres, Clemente Riedemann, y poetas de origen mapuche, como Jaime Luis Huenún, Leonel Lienlaf, Elicura Chihuailaf («la más reflexiva, la más polémica, la más lúcida de las voces mapuches, la más consciente de la función de resistencia e identidad cultural»), son los que más luchan por una nueva percepción del mapuche que, aun ahora, es visto por la sociedad chilena como héroe, bárbaro o víctima.

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El «poder republicano» en el Ecuador, durante los siglos XIX y XX ha representado de opuestas maneras el espacio de frontera con Colombia («el hermano del Norte») y con Perú («el enemigo», «Caín de América»), representaciones que han generado discursos de soberanía, cuya función es buscar la construcción de un orden social, la implantación de «leyes» (de la Iglesia, el Estado). Por otro lado, las fronteras, sobre todo surorientales, eran representadas como espacios indeterminados («zonas baldías», ignotas, peligrosas, con una débil o nula presencia estatal), y sus habitantes, como «salvajes». Todo ello generó otro tipo de discursos: los civilizatorios, que buscaban misionar, colonizar y concesionar (esto es, ceder el control de territorios baldíos a compañías e inversionistas extranjeros, para que se hicieran cargo de la explotación de recursos naturales y la administración de los mismos). Si bien las diferencias entre los discursos se difuminan, los imaginarios de los que se parte (en relación con los territorios baldíos y zonas de frontera) se mantienen y reconstituyen durante el siglo XX. Ambos son retóricas que contribuyen al desconocimiento y negación de la realidad de estas zonas.