957 resultados para Derecho natural.


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Las disputas en torno a determinados aspectos del dinero, como su neutralidad y el carácter endógeno o exógeno de la oferta monetaria, han sido permanentes entre las distintas escuelas de pensamiento y autores, estando su origen, probablemente, en la época de desarrollo del pensamiento escolástico. En este artículo pretendemos, en primer lugar, realizar un recorrido cronológico e histórico sobre el tratamiento científico económico del dinero, para, en segundo lugar, poner sobre la mesa la macroeconomía ortodoxa a la que han dado lugar las interpretaciones al respecto, así como los enfoques alternativos frente a este pensamiento dominante. Finalmente, intentamos poner en valor los desarrollos monetarios post-keynesianos, integrados en lo que denominan “Economía Monetaria de Producción”, confrontándolos con la llamada Nueva Síntesis Neoclásica.

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ARGUMENTACION JURIDICA Y ESTADO CONSTITUCIONAL 1. La tesis de que existe una estrecha relación entre el Estado constitucional y la argumentación jurídica no pasa de ser una obviedad, pero quizás no sea ya tan obvio precisar como hay que entender esa relación. Como se sabe, por “Estado constitucional” no se entiende simplemente el Estado en el que está vigente una constitución, sino el Estado dotado de una Constitución (o incluso sin una constitución en sentido formal, sin un texto constitucional) con ciertas características: la constitución del “Estado constitucional” no supone sólo la distribución formal del poder entre los distintos órganos estatales (el “principio dinámico del sistema jurídico-político” [véase, Aguiló 2.001]), sino la existencia de ciertos contenidos (los derechos fundamentales) que limitan o condicionan la producción, la interpretación y la aplicación del Derecho. El Estado “constitucional” se contrapone así al Estado “legislativo”, puesto que ahora el poder del legislador (y el de cualquier órgano estatal) es un poder limitado y que tiene que justificarse en forma mucho más exigente. No basta con la referencia a la autoridad (al órgano competente) y a ciertos procedimientos, sino que se requiere también (siempre) un control en cuanto al contenido. El Estado constitucional supone así un incremento en cuanto a la tarea justificativa de los órganos públicos y, por tanto, una mayor demanda de argumentación jurídica (que la requerida por el Estado liberal de Derecho). En realidad, el ideal del Estado constitucional supone el sometimiento completo del poder al Derecho, a la razón: el imperio de la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece por ello bastante lógico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo y cualitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos; y que el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica haya corrido también paralela a la progresiva implantación del modelo del Estado constitucional. 2. En los últimos tiempos ha sido frecuente señalar que la nueva realidad de los sistemas jurídicos (en los países occidentales desarrollados) requería también la elaboración de nuevos modelos teóricos; en particular, el debate se ha centrado en la necesidad de superar el positivismo jurídico y sustituirlo por una concepción del Derecho (no positivista) que permita dar cuenta de la nueva realidad. En mi opinión, la inadecuación del positivismo jurídico es un hecho [en contra véase, por ejemplo, Comanducci 2.002]. O, dicho con más precisión: de las dos tesis que supuestamente caracterizan al positivismo jurídico, la primera, la de las fuentes sociales del Derecho, es sin duda verdadera, pero por sí sola no permite caracterizar una concepción del Derecho; y la segunda, la de la separación entre el Derecho y la moral, no permite reconstruir satisfactoriamente el funcionamiento real de nuestros sistemas jurídicos. Por supuesto, esta última distinción (entre el Derecho y la moral) puede trazarse con sentido en el contexto de cierto tipo de discurso jurídico, pero no en otros; en particular, el discurso jurídico justificativo contiene o presupone siempre un fragmento moral. Para decirlo en el lenguaje de Carlos Nino [1985]: las normas jurídicas no son razones autónomas para justificar decisiones, sino que toda justificación es una justificación moral (lo cual, ciertamente, no es otra cosa que una reformulación de la tesis de Alexy [1978] de que la argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica de carácter general). La crítica al positivismo jurídico no supone, por lo demás, la rehabilitación de alguna otra de las diversas concepciones que han tenido algún grado de vigencia en el siglo XX. En particular, no me parece que las insuficiencias del positivismo puedan superarse recurriendo a alguna versión de la teoría iusnaturalista. Es cierto, como ha hecho notar Ferrajoli [1989], que el constitucionalismo moderno “ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado” y, desde luego, ha pulverizado la tesis positivista (no de todos los positivistas) de que el Derecho puede tener cualquier contenido. Pero ello, por sí mismo, no permite tampoco (como ocurría antes en relación con la tesis de las fuentes sociales) caracterizar una concepción del Derecho. También es cierto -si se quiere- que el papel que desempeñaba antes el Derecho natural respecto del soberano lo desempeña ahora la constitución respecto del legislador [sobre esto, Prieto, p. 17], pero dar cuenta del paralelismo es una cosa, y contar con instrumentos teóricos que permitan reconstruir y orientar los procesos de producción, interpretación y aplicación del Derecho (y, en particular, cómo articular la relación entre el Derecho legal y el constitucional), otra bastante distinta. El iusnaturalismo (concretamente, el del siglo XX), no parece haberse interesado mucho por el discurso jurídico justificativo interno al propio Derecho (las argumentaciones de los jueces, de los abogados, de los legisladores...), ni siquiera cuando ha elaborado teorías (como en el caso de la de Fuller [1964]) que, en muchos aspectos, preanunciaba el constitucionalismo contemporáneo. En realidad, ninguna de las principales concepciones del Derecho del siglo XX ha sido proclive a desarrollar una teoría de la argumentación jurídica, a ver el Derecho como argumentación. Dicho en forma sumaria: El formalismo ha adolecido de una visión excesivamente simplificada de la interpretación y la aplicación del Derecho y, por tanto, del razonamiento jurídico. El iusnaturalismo tiende a desentenderse del Derecho en cuanto fenómeno social e histórico, o bien a presentarlo en forma mixtificada, ideológica (Holmes [1920] comparó en una ocasión a los juristas partidarios del Derecho natural con los caballeros a los que no basta que se reconozca que su dama es hermosa; tiene que ser la más bella que haya existido y pueda llegar a existir). Para el positivismo normativista el Derecho -podríamos decir- es una realidad dada de ante mano (las normas válidas) y que el teórico debe simplemente tratar de describir; y no una actividad, una praxis, configurada en parte por los propios procesos de la argumentación jurídica. El positivismo sociológico (el realismo jurídico) centró su atención en el discurso predictivo, no en el justificativo, seguramente como consecuencia de su fuerte relativismo axiológico y de la tendencia a ver el Derecho como un mero instrumento al servicio de fines externos. Y las teorías “críticas” del Derecho (marxistas o no) han tropezado siempre con la dificultad (o imposibilidad) de hacer compatible el escepticismo jurídico con la asunción de un punto de vista comprometido (interno) necesario para dar cuenta del discurso jurídico justificativo. 3. Me parece que los déficits anteriores (y los cambios en los sistemas jurídicos provocados por el avance del Estado constitucional) es lo que explica básicamente que en los últimos tiempos se esté gestando una nueva concepción del Derecho que, en un trabajo reciente [Atienza 2.000], he caracterizado con los siguientes rasgos: 1) La importancia otorgada a los principios como ingrediente necesario -además de las reglas- para comprender la estructura y el funcionamiento de un sistema jurídico. 2) La tendencia a considerar las normas -reglas y principios- no tanto desde la perspectiva de su estructura lógica, cuanto a partir del papel que juegan en el razonamiento práctico. 3) La idea de que el Derecho es una realidad dinámica y que consiste no tanto -o no sólo- en una serie de normas o de enunciados de diverso tipo, cuanto -o también- en una práctica social compleja que incluye, además de normas, procedimientos, valores, acciones, agentes, etc. 4) Ligado a lo anterior, la importancia que se concede a la interpretación que es vista, más que como resultado, como un proceso racional y conformador del Derecho. 5) El debilitamiento de la distinción entre lenguaje descriptivo y prescriptivo y, conectado con ello, la reivindicación del carácter práctico de la teoría y de la ciencia del Derecho que no pueden reducirse ya a discursos meramente descriptivos. 6) El entendimiento de la validez en términos sustantivos y no meramente formales (para ser válida, una norma debe respetar los principios y derechos establecidos en la constitución). 7) La idea de que la jurisdicción no puede verse en términos simplemente legalistas -de sujeción del juez a la ley-, pues la ley debe ser interpretada de acuerdo con los principios constitucionales.8) La tesis de que entre el Derecho y la moral existe una conexión no sólo en cuanto al contenido, sino de tipo conceptual; incluso aunque se piense que la identificación del Derecho se hace mediante algún criterio como el de la regla de reconocimiento hartiana, la aceptación de la misma parece tener carácter moral. 9) La tendencia a una integración entre las diversas esferas de la razón práctica: el Derecho, la moral y la política. 10) Como consecuencia de lo anterior, la idea de que la razón jurídica no es sólo razón instrumental, sino razón práctica; la actividad del jurista no está guiada -o no está guiada exclusivamente- por el éxito, sino por la corrección, por la pretensión de justicia. 11) La importancia puesta en la argumentación jurídica -en la necesidad de tratar de justificar racionalmente las decisiones-, como característica esencial de una sociedad democrática. 12) Ligado a lo anterior, la convicción de que existen criterios objetivos (como el principio de universalización o el de coherencia o integridad) que otorgan carácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones, aunque no se acepte la tesis de que existe una respuesta correcta para cada caso. 13) La consideración de que el Derecho no es sólo un instrumento para lograr objetivos sociales, sino que incorpora valores morales y que esos valores no pertenecen simplemente a una determinada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada. 4. Ahora bien, aunque yo señalaba entonces como uno de los rasgos de esta “nueva” -o relativamente nueva- concepción del Derecho la importancia creciente de la argumentación jurídica, prácticamente todas las otras características están ligadas con eso, esto es, llevan a un aumento cuantitativo y cualitativo de los procesos de argumentación jurídica. Para mostrarlo, me referiré únicamente a dos de esas notas: la importancia de los principios y la creencia de que existen ciertos criterios objetivos que guían la práctica del discurso jurídico justificativo. 4.1. Como es bien sabido, la distinción entre reglas y principios es una cuestión sumamente controvertida, en la que no cabe entrar aquí. Me parece, sin embargo, que existe un consenso amplio en cuanto a la mayor dificultad -dificultad argumentativa- que supone el manejo de principios. Visto desde la perspectiva de la justificación de las decisiones judiciales (y los principios no operan únicamente en esta instancia del Derecho), cabría decir que la justificación supone varios niveles [Atienza y Ruiz Manero, 1996]. El primero es el nivel de las reglas. La aplicación de las reglas para resolver casos (casos fáciles) no requiere deliberación en el sentido estricto de la expresión, pero ello no supone tampoco que se trate de una operación meramente mecánica. En todo caso, el nivel de las reglas no es siempre suficiente. Con una frecuencia que puede cambiar de acuerdo con muchos factores, los jueces tienen que enfrentarse con casos para los que el sistema jurídico de referencia no provee reglas, o provee reglas contradictorias, o reglas que no pueden considerarse justificadas de acuerdo con los principios y valores del sistema. Naturalmente, esto no quiere decir que en tales supuestos el juez pueda prescindir de la reglas, sino que tiene que llevar a cabo un proceso de deliberación práctica (de ponderación) para transformar ciertos principios en reglas. Ello supone realizar operaciones como las siguientes: la construcción de una tipología de clases de casos a partir de un análisis de las semejanzas y de las diferencias consideradas relevantes; (en algunas ocasiones) la formulación de un principio a partir del material normativo establecido autoritativamente (la explicitación de un principio implícito); la priorización de un principio sobre otro, dadas determinadas circunstancias (el paso de los principios a las reglas). La argumentación jurídica en estos casos no puede reducirse, obviamente, a su esquematización en términos deductivos; el centro radica más bien en la confrontación entre razones de diversos tipos: perentorias o no perentorias, autoritativas o substantivas, finalistas o de corrección, institucionales o no... 4.2. La creencia en la existencia o no de criterios objetivos que controlan la justificación de las decisiones jurídicas es de radical importancia para abordar el problema de la discrecionalidad. Me limitaré a considerar la discrecionalidad de los órganos administrativos (la discrecionalidad jurídica no se agota aquí), sobre la que últimamente ha tenido lugar en España una interesante polémica [sobre ella, Atienza 1995] . La importancia de la cuestión radica en que, por un lado, se reconoce que las transformaciones del Estado contemporáneo, y en particular, el cambo en la función de la ley (el paso de una “vinculación positiva” a una “vinculación estratégica”) lleva a una revalorización de la discrecionalidad administrativa (la actividad administrativa no es mera ejecución jurídica); y, por otro lado, la Constitución española (en el art. 9, apartado 3) garantiza “la interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos”. ¿Son entonces los actos discrecionales de la Administración (el ejercicio de la potestad de planeamiento urbanístico, las intervenciones y regulaciones económicas, etc.) susceptibles de control judicial? Si a la cuestión se desea responder en forma positiva (si se quiere respetar la prohibición de arbitrariedad), no queda en mi opinión más remedio que partir de la idea de que las decisiones de los órganos públicos no se justifican simplemente porque provengan de cierta autoridad, sino que se precisa además que el órgano en cuestión aporte razones intersubjetivamente válidas a la luz de los criterios generales de la racionalidad práctica y de los criterios positivizados en el ordenamiento jurídico (los cuales, a su vez, no pueden ser otra cosa -si pretenden estar justificados- que concreciones de los anteriores); o sea, hay que presuponer una concepción suficientemente amplia de la razón. El escepticismo en este campo no puede conducir a otra cosa que al decisionismo, a considerar que la cuestión decisiva es simplemente la de “quien está legitimado para establecer la decisión”. Es interesante darse cuenta de que la existencia de la discrecionalidad (en sentido estricto [sobre el concepto de discrecionalidad, Lifante 2.001]) es el resultado de regular de una cierta forma la conducta: no mediante normas de acción (normas condicionales), sino por medio de normas de fin, que otorgan la posibilidad de optar entre diversos medios para alcanzar un determinado fin y también (hasta cierto punto) de contribuir a la concreción de ese fin; el razonamiento con ese tipo de norma no es el razonamiento clasificatorio, subsuntivo, sino el razonamiento finalista que parece encajar en el esquema de lo que Aristóteles llamó “silogismo práctico”. Digamos que los principios (los principios en sentido estricto), por un lado, y las normas de fin, por el otro, ponen de manifiesto que la argumentación jurídica no puede verse únicamente en términos de subsunción, sino también en términos de ponderación y en términos finalistas. La teoría de los enunciados jurídicos tiene, pues, mucho que ver con la teoría de la argumentación jurídica lo que, naturalmente, no tiene nada de sorprendente. 5. Lo dicho hasta aquí podría quizás resumirse de esta manera: una idea central del Estado constitucional es que las decisiones públicas tienen que estar motivadas, razonadas, para que de esta forma puedan controlarse. Dado que el criterio de legitimidad (del poder) no es aquí de carácter carismático, ni tradicional, ni sólo formal-procedimental, sino que, en una amplia medida, exige recurrir a consideraciones materiales, substantivas, se comprende que el Estado constitucional ofrezca más espacios para la argumentación que ninguna otra organización jurídico-política. Ahora bien, eso no debe llevar tampoco a pensar que el Estado constitucional sea algo así como un Estado argumentativo, una especie de imperio de la razón. Las “teorías constitucionalistas del Derecho” ( Bongiovanni [2.000] incluye bajo el anterior título -como casos paradigmáticos- las obras de Dworkin y de Alexy) corren el riesgo de presentar una imagen excesivamente idealizada del Derecho, probablemente como consecuencia de que son teorías formuladas preferentemente o casi exclusivamente desde la perspectiva del aceptante, del “hombre bueno”. Por eso, conviene no perder de vista que, como ya hace tiempo advirtió Tugendhat [1980], el Derecho del Estado constitucional no es el mejor de los imaginables, sino simplemente el mejor de los realmente existentes. Por un lado, no cabe duda de que el Estado constitucional sigue dejando amplios espacios a un ejercicio del poder que para nada hace uso de instrumentos argumentativos. Pongamos algunos ejemplos. Por razones de economía comprensibles, muchas de las decisiones que toman los órganos públicos (incluidos los órganos judiciales) y que se considera no revisten gran importancia no son motivadas: si no fuera así, se haría imposible un funcionamiento eficiente de las instituciones. Además, la burocratización creciente, el aumento de la carga de trabajo de los jueces, etc. lleva a que la no argumentación (la práctica de utilizar modelos estereotipados es, con frecuencia, una forma de no motivar) se extienda a decisiones que pueden tener consecuencias graves. Tampoco son motivadas, como se sabe, las decisiones de los jurados; en España, precisamente, hay una experiencia interesante, pues recientemente se introdujo el jurado (un jurado de legos) y se estableció la obligación de que motivaran sus decisiones, lo cual (dada la dificultad de la tarea) es probablemente una de las causas del (relativo) fracaso de la institución. La argumentación legislativa presenta notables debilidades: el proceso de elaboración de las leyes exhibe, en nuestras democracias, más elementos de negociación que de discurso racional; y las exposiciones de motivos son paralelas, pero no equivalen del todo, a las motivaciones de las decisiones judiciales. Y, en fin, una de las consecuencias del 11 de septiembre es el incremento creciente (y la justificación) de los actos del poder ejecutivo que quedan al margen de cualquier tipo de control (jurídico o político). Por otro lado, el carácter argumentativamente deficitario de nuestras sociedades es especialmente preocupante en relación con el fenómeno de la globalización, esto es, en relación con importantes ámbitos de poder que escapan al control de las normas del Estado. Parece, por ejemplo, obvio que las instituciones empresariales (las grandes empresas multinacionales) detentan un inmenso poder sobre las poblaciones y que sería absurdo considerar simplemente como un poder privado regido básicamente por el principio de autonomía. Y no parece tampoco que haya ninguna razón sólida para limitar el campo del Derecho al Derecho del Estado y al Derecho internacional entendido como aquel que tiene por objeto las relaciones entre los Estados soberanos. Twining ha insistido recientemente en que uno de los retos que la globalización plantea a la teoría del Derecho es precisamente el de superar esa visión estrecha de lo jurídico [Twinning 2.000, p. 252], y creo que no le falta razón. El pluralismo plantea sin duda muchos problemas de carácter conceptual y puede resultar, por ello, una construcción insatisfactoria desde el punto de vista de una teoría exigente. Pero el paradigma jurídico estatista (prescindir de los fenómenos jurídicos -o, si se quiere, parajurídicos- que se producen más allá y más acá del ámbito estatal) cercena el potencial civilizatorio del Derecho y tiene el riesgo de condenar a la irrelevancia a la teoría del Derecho.

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Bogotá (Colombia) : Universidad de La Salle. Facultad de Filosofía y Humanidades. Programa de Filosofía y Letras

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John Finnis, de origen australiano; culminó su formación académica y se desempeñó como profesor en Oxford. Absorbió la filosofía analítica, vigente en el ambiente intelectual y universitario del mundo anglosajón en la segunda mitad del siglo XX. Ante la inquietud de encontrar un fundamento más sólido a los derechos naturales, dentro de la concepción positivista, L.H.A Hart pidió a Finnis que escribiera sobre la ley natural y los derechos naturales. Finnis había realizado su tesis doctoral bajo la dirección de Hart. Después de diez años, en 1980, Finnis publica Natural Law and Natural Rights. Es una obra densa, dirigida principalmente a los teóricos del derecho que ya percibían la insuficiencia del iuspositivismo pero que seguían considerando que las teorías iusnaturalistas carecían de recursos para explicar válidamente el derecho. En Natural Law and Natural Rights, Finnis demuestra lo contrario: que la respuesta adecuada está precisamente en el iusnaturalismo, pero en un iusnaturalismo que ahonda sus raíces en la doctrina de Tomás de Aquino, y no en las concepciones e interpretaciones, a veces, arbitrarias que la escolástico hizo de él. Finnis parte, como lo hacen todos sus contemporáneos, de una perspectiva positivista. Determina a las leyes vigentes como el objeto de su estudio. Pero descubre que ni la sanción, ni la presión social, ni la costumbre u otros motivos aducidos por el positivismo son razones suficientes para que una persona cumpla y observe las disposiciones legales. Lo único que explica cabalmente el cumplimiento de una ley es la racionalidad que ésta implica en razón del bien común. En el análisis de esa racionalidad, Finnis establece: primero, que hay bienes evidentes, en el sentido de que no requieren de ninguna comprobación adicional o más fundamental; que la razón exige que sean actualizados para que la persona se realice. Esos bienes fundamentales (formas básicas en la terminología finnisiana) son: la vida, el conocimiento, el juego, la amistad, la experiencia estética, la razonabilidad práctica y la religión. Lo segundo que Finnis afirma, es que cada uno escoge, como proyecto de vida, uno de estos bienes. Por lo tanto, todas las decisiones en la vida estarán conformadas por esa opción de vida que cada uno ha escogido. No existe primacía de una forma básica sobre otra. No hay jerarquía de valores. La prioridad la da el sujeto, al optar por una de ellas...

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En este artículo se sostiene que el uso del concepto de "identidad" para la compresión de la acción social solo es posible si se somete a una doble reducción: por un lado, la identidad social de los individuos es reducible a mera identificación con intereses y preferencia; por otro, con normas y valores. En el primer caso, ello se desprende del análisis de proporciones de identidad, comunes en sociología, del tipo "X hace M porque es Y". En el segundo caso, la reducción se hace obvia al analizar la identidad social en el seno de los sistemas funcionales. En última instancia, el complejo entramado de intereses, preferencias, normas y valores con que se identifica el individuo es su identidad social.

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Juan de Mariana (1536-1624) fue un autor español de la orden de los jesuitas que destacó por escribir el primer libro moderno de historia de España. Por encargo del rey Felipe II, publicó en latín Historia de rebus Hispaniae en 1592 y su propia traducción al español con el título Historia general de España en 1601. Esta investigación doctoral tiene como objetivo analizar sus principales obras de economía política De Rege et Regis Institutione (1599) y De Monetae Mutatione (1609), junto con su obra histórica, para contestar dos cuestiones importantes: si Juan de Mariana perteneció a la Escuela de Salamanca y, también, si podría considerarse un precursor del liberalismo que influyó en autores de los siglos XVII y XVIII. Con el objetivo de responder a la primera cuestión, la investigación propone dos agrupaciones posibles de los escolásticos tardíos españoles que permiten analizar en su conjunto las instituciones y los principios que defendieron. La primera clasificación agrupa a los autores en función de su vinculación a la Universidad de Salamanca y del uso del derecho de gentes (que es el derecho consuetudinario o “common law” inglés) y se denomina Escuela de Salamanca. Sin embargo, la segunda clasificación agrupa a los autores como un colectivo más amplio que fusiona la Escuela de Salamanca junto con los autores españoles sobre los que influyó y que, rápidamente, se extendió a todas las universidades españolas (Palencia, Valladolid, Alcalá de Henares, Valencia, Sevilla), vinculados por el uso genérico del derecho natural (como referirse a lo que “existe con independencia de la voluntad humana”); que emplearon en la identificaron de las instituciones y de los principios responsables del funcionamiento del orden de mercado o económico como, entre otros, los derechos de propiedad, los contratos privados, el comercio internacional, el principio de consentimiento, los principios tributarios, el precio del mercado, el origen del dinero y sus funciones, la necesidad de equilibrio en los presupuestos públicos, los impuestos bajos y el mínimo endeudamiento, el principio de la preferencia temporal, la tasa de interés de los préstamos, la importancia de las letras de crédito… Se han comparado las instituciones que defendió el padre Mariana con aquellas que argumentaron los autores de la Escuela de Salamanca, llegando a la conclusión de que no pertenece a la Escuela de Salamanca de Economía (ESE) porque no emplea el derecho de gentes y nunca estudió en la Universidad de Salamanca pero que, sin embargo, sí puede considerarse un heredero de la misma y que, de hecho, constituye uno de los máximos exponentes de un conjunto más amplio, denominado Escuela Española de Economía (EEE)...

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está encaminado a que en virtud del precepto constitucional consagrado en el artículo 42, se le de un mayor desarrollo a la familia natural, tomando algunos aspectos de la familia matrimonial en cuanto se pueda establecer una compatibilidad.

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La Constitución Nacional reconoce un orden de conducta instituido por Dios y otro instituido por el Estado… el débito legal debe resultar conforme al débito moral. Si así no fuera, cualquier imposición del legislador no sería derecho sino un acto de violencia desnaturalizando el poder que el Estado tiene de reforzar con débito eventualmente coercible obligaciones emergentes de la virtud de la justicia. En este trabajo nos ocuparemos de la relación entre ley moral natural y la ley positiva humana a partir de las consideraciones que Arturo Enrique Sampay2 formula en su obra, La filosofía jurídica del Artículo 19 de la Constitución Nacional3. Sampay desarrolla el tópico principalmente con la inspiración de la doctrina de Tomás de Aquino.

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Resumen: En el presente trabajo, el autor expone la disolución teórica de la doctrina tradicional sobre la ley natural y su expulsión, incluso semántica, de la Filosofía del Derecho de Hegel. Para ello, se expone una síntesis del pensamiento especulativo de Hegel y se pone de manifiesto el inmanentismo radical del filósofo suabo, que resulta ser expresión del gnosticismo moderno.

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Resumen: El texto trata sobre las diferencias entre el Estado de Derecho Legal y el actual Estado de Derecho Constitucional (neoconstitucionalismo). Luego se realiza una comparación en lo atinente a la relación entre moral y derecho entre esta nueva forma de Estado y la concepción iusnaturalista.

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El 19 de noviembre de 2015 se realizó en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina un workshop organizado por la Cátedra Internacional Ley Natural y Persona Humana de esa Facultad, sobre el tema “De F.A.L. a M.A.D.: el derecho a la vida en la Corte Suprema de Justicia de la Nación”. El encuentro fue coordinado por el Prof. Carlos Gabriel Maino y comenzó con una bienvenida a cargo del Decano, Dr. Daniel Herrera. Luego expuso el Dr. Alfonso Santiago, Profesor de la Universidad Austral, quien desarrolló tres temas: a) la protección constitucional y convencional del derecho a la vida; b) la jurisprudencia previa de la Corte Suprema; c) los casos “F.A.L.” y “M.A.D.”. Respecto a la protección constitucional y convencional del derecho a la vida, Santiago se refirió a la importancia del art. 29 de la Constitución Nacional. También señaló la protección expresa que surge del art. 4º de la Convención Americana de Derechos Humanos y del art. 6º de la Convención sobre los Derechos del Niño. Resaltó la claridad y fuerza de los textos convencionales, especialmente en cuanto prohíben que un ser humano sea privado de la vida arbitrariamente. También destacó la mención al carácter intrínseco del derecho a la vida y a la obligación del Estado de protegerlo en la máxima medida posible...

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Introducción: En el marco de los procesos institucionales de evaluación y planificación, la Cátedra Internacional Ley Natural y Persona Humana, de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina, elaboró el presente informe de sus actividades desde su creación hasta el mes de julio de 2011. En el presente número de Prudentia Iuris publicamos el informe, elaborado por el Dr. Daniel Herrera, Vicedecano de la Facultad y responsable de la Cátedra.