2 resultados para Fama

em Repositorio Institucional de la Universidad de Málaga


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Los mitos griegos constituyen un acervo cultural que todavía impregna y conforma nuestra manera de pensar y de ser. Nos son conocidos gracias a la literatura, a los poetas y mitógrafos, y al arte de las manifestaciones de Grecia y de Roma. La tragedia ateniense tiene una influencia decisiva como transmisora de la tradición mítica ya que el mito es fuente de creación poética. La tragedia nace y llega a su máximo esplendor en el siglo V a C, pero como género no muere con los tres grandes dramaturgos sino que continúa en el siglo siguiente e incluso sobrevive hasta el final del mundo pagano, experimentando las variaciones y cambios propios del paso del tiempo. La máscara utilizada en sus representaciones ha pasado a ser un símbolo de la tragedia. Platón habla de la tragedia como la forma de poesía más universal. Las representaciones teatrales formaban parte de la vida cotidiana de los ciudadanos, como espectadores o como participantes en las actuaciones. La afición por la tragedia fue grande en la Atenas del siglo V donde miles de espectadores las veían cada año y suponemos que además de disfrutar con el espectáculo, se educaban y formaban su personalidad. Sabemos por ejemplo que la tragedia de Esquilo Los Persas, había contribuido a que los atenienses tomaran conciencia de su superioridad espiritual y que se representa en Sicilia todavía en vida de su autor, que muere en el 456 precisamente en la ciudad siciliana de Gela. Los autores trágicos adquieren fama y notoriedad que se traslada pronto a la Magna Grecia, sobre todo a las ciudades de Sicilia donde el tirano Dioniso era un fanático de la tragedia. Construye teatros en la isla, los mejor conservados, prueba evidente de la gran afición que despierta. Las colonias, algunas de las cuales llegaron a ser muy prósperas, mantienen lazos con las ciudades de origen y más tarde producen sus propias obras. Es lógico que los artistas, sobre todo los pintores, desde épocas tempranas se inspiraran en los mitos para plasmarlos en sus obras y que haya correspondencia entre la palabra y la imagen, que se refuerzan mutuamente. Las imágenes adquieren una nueva dimensión cuando se convierten en portavoces del mensaje de los poetas. La tragedia, por tanto, además de palabra y acción es también imagen. Vamos a ver una muestra 2 de cómo se reproduce a través de las imágenes. El poeta Simónides decía que la pintura es la poesía silenciosa y la poesía es pintura parlante. Nos vamos a limitar a las pinturas que decoran la cerámica, objetos imprescindibles en la vida de los griegos tanto por su uso práctico como simbólico. Los vasos se adornaban con todo tipo de imágenes, con escenas de la vida normal y con las procedentes del mito sin que, en este último caso, podamos comprender lo que el tema representado significaba en cada ocasión. Se utilizaban en el hogar, en los symposios, como premios en las competiciones atléticas, en las ceremonias nupciales y de manera especial en los ritos funerarios.

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En la década de los 50 se produce un hecho insólito en el sector editorial español: el palmarés de los principales premios literarios se llena de nombres de mujer, que empuñan su pluma animadas por el éxito fortuito e inesperado de una joven desconocida llamada Carmen Laforet. En la España de posguerra, los premios se convierten en la vía âcasi exclusiva- de acceso al mundo literario, para numerosos escritores que, de otro modo, hubieran tenido mucho más difícil la entrada al mercado editorial. En cuanto a las escritoras, la plataforma de lanzamiento que suponen los premios para ellas es incuestionable; la mayoría de las novelistas españolas más destacadas de la segunda mitad del siglo XX han iniciado su andadura literaria de la mano de algún galardón, tal es el caso de: Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Kurtz, Carmen Martín Gaite, Mercedes Salisachs, Soledad Puértolas o Almudena Grandes, por citar solo algunos ejemplos. Los premios literarios, en ese papel de promotores de la cultura y de la literatura que tienen durante las dos primeras décadas del franquismo, se configuran como la habitación propia del siglo XX necesaria para que pudiera operarse la profesionalización de la mujer escritora, y adquieren una importancia extraordinaria, sobre todo, durante los años 50, y rescatan parte del modesto espacio conquistado por las mujeres durante el primer tercio del siglo XX (Concha Méndez, Carmen Conde, Carmen de Burgos, Josefina de la Torre, María Zambrano, Rosa Chacel, etcétera). Al primer Premio Nadal (1944) se presentaron veintiséis novelas, de las cuales resultó ganadora Nada de Carmen Laforet, que obtuvo un rotundo éxito de crítica y de público. Este hecho, a priori irrelevante, marca un hito fundamental dentro de la narrativa española de posguerra, en general, y de la literatura escrita por mujeres, en particular. La rápida e inesperada fama que adquiere, la por aquel entonces absolutamente desconocida, Carmen Laforet a raíz de obtener el Nadal animó a muchas mujeres a presentarse a los numerosos premios que van surgiendo por estos años. El triunfo de Laforet se configura, por tanto, como baluarte de autoestima y confianza para las mujeres que deseaban ser escritoras y el Premio Nadal, en particular, era el título que lo así lo acreditaba. Sin embargo, la entrada de la mujer en el campo literario no era posible sin las pertinentes luchas internas que alteran el orden establecido, términos en los que se expresan los propios medios de comunicación para referirse a tal fenómeno. Los críticos y periodistas se hacen eco de este rápido e inusual ascenso de la mujer en el parnaso literario, a través de artículos, a veces no exentos de cierta ironía, sarcasmo y burla, quizás la mejor prueba de la repercusión que alcanza. Sin embargo, a pesar de la proliferación de escritoras que aparecen por estos años y a la aparente profesionalización de la mujer en el ámbito de las letras, la imagen que se difunde y publicita âincluso por parte de las propias autorasâ desde los medios de comunicación es la de escritora-ángel del hogar, lo cual no debe extrañarnos si recordamos el carácter y los principios de la educación nacional-católica para con la mujer, según la cual su primera y principal función consistía en ser buena hija, esposa y madre. Como veremos, la mujer escritora asciende velozmente por la escalera de los premios al mundo editorial durante la década del 50 que constituye el primer escalón conquistado por las escritoras que, gracias al pedestal que les ofrecen los premios literarios, a la publicidad y a la repercusión mediática que conllevan, son vistas, leídas y vendidas. A partir de ese momento se vuelven visibles a los lectores y a la industria editorial, adquiriendo, de este modo, existencia en el campo cultural y literario.