3 resultados para Debilidades

em Repositorio Institucional de la Universidad de Málaga


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ARGUMENTACION JURIDICA Y ESTADO CONSTITUCIONAL 1. La tesis de que existe una estrecha relación entre el Estado constitucional y la argumentación jurídica no pasa de ser una obviedad, pero quizás no sea ya tan obvio precisar como hay que entender esa relación. Como se sabe, por “Estado constitucional” no se entiende simplemente el Estado en el que está vigente una constitución, sino el Estado dotado de una Constitución (o incluso sin una constitución en sentido formal, sin un texto constitucional) con ciertas características: la constitución del “Estado constitucional” no supone sólo la distribución formal del poder entre los distintos órganos estatales (el “principio dinámico del sistema jurídico-político” [véase, Aguiló 2.001]), sino la existencia de ciertos contenidos (los derechos fundamentales) que limitan o condicionan la producción, la interpretación y la aplicación del Derecho. El Estado “constitucional” se contrapone así al Estado “legislativo”, puesto que ahora el poder del legislador (y el de cualquier órgano estatal) es un poder limitado y que tiene que justificarse en forma mucho más exigente. No basta con la referencia a la autoridad (al órgano competente) y a ciertos procedimientos, sino que se requiere también (siempre) un control en cuanto al contenido. El Estado constitucional supone así un incremento en cuanto a la tarea justificativa de los órganos públicos y, por tanto, una mayor demanda de argumentación jurídica (que la requerida por el Estado liberal de Derecho). En realidad, el ideal del Estado constitucional supone el sometimiento completo del poder al Derecho, a la razón: el imperio de la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece por ello bastante lógico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo y cualitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos; y que el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica haya corrido también paralela a la progresiva implantación del modelo del Estado constitucional. 2. En los últimos tiempos ha sido frecuente señalar que la nueva realidad de los sistemas jurídicos (en los países occidentales desarrollados) requería también la elaboración de nuevos modelos teóricos; en particular, el debate se ha centrado en la necesidad de superar el positivismo jurídico y sustituirlo por una concepción del Derecho (no positivista) que permita dar cuenta de la nueva realidad. En mi opinión, la inadecuación del positivismo jurídico es un hecho [en contra véase, por ejemplo, Comanducci 2.002]. O, dicho con más precisión: de las dos tesis que supuestamente caracterizan al positivismo jurídico, la primera, la de las fuentes sociales del Derecho, es sin duda verdadera, pero por sí sola no permite caracterizar una concepción del Derecho; y la segunda, la de la separación entre el Derecho y la moral, no permite reconstruir satisfactoriamente el funcionamiento real de nuestros sistemas jurídicos. Por supuesto, esta última distinción (entre el Derecho y la moral) puede trazarse con sentido en el contexto de cierto tipo de discurso jurídico, pero no en otros; en particular, el discurso jurídico justificativo contiene o presupone siempre un fragmento moral. Para decirlo en el lenguaje de Carlos Nino [1985]: las normas jurídicas no son razones autónomas para justificar decisiones, sino que toda justificación es una justificación moral (lo cual, ciertamente, no es otra cosa que una reformulación de la tesis de Alexy [1978] de que la argumentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica de carácter general). La crítica al positivismo jurídico no supone, por lo demás, la rehabilitación de alguna otra de las diversas concepciones que han tenido algún grado de vigencia en el siglo XX. En particular, no me parece que las insuficiencias del positivismo puedan superarse recurriendo a alguna versión de la teoría iusnaturalista. Es cierto, como ha hecho notar Ferrajoli [1989], que el constitucionalismo moderno “ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado” y, desde luego, ha pulverizado la tesis positivista (no de todos los positivistas) de que el Derecho puede tener cualquier contenido. Pero ello, por sí mismo, no permite tampoco (como ocurría antes en relación con la tesis de las fuentes sociales) caracterizar una concepción del Derecho. También es cierto -si se quiere- que el papel que desempeñaba antes el Derecho natural respecto del soberano lo desempeña ahora la constitución respecto del legislador [sobre esto, Prieto, p. 17], pero dar cuenta del paralelismo es una cosa, y contar con instrumentos teóricos que permitan reconstruir y orientar los procesos de producción, interpretación y aplicación del Derecho (y, en particular, cómo articular la relación entre el Derecho legal y el constitucional), otra bastante distinta. El iusnaturalismo (concretamente, el del siglo XX), no parece haberse interesado mucho por el discurso jurídico justificativo interno al propio Derecho (las argumentaciones de los jueces, de los abogados, de los legisladores...), ni siquiera cuando ha elaborado teorías (como en el caso de la de Fuller [1964]) que, en muchos aspectos, preanunciaba el constitucionalismo contemporáneo. En realidad, ninguna de las principales concepciones del Derecho del siglo XX ha sido proclive a desarrollar una teoría de la argumentación jurídica, a ver el Derecho como argumentación. Dicho en forma sumaria: El formalismo ha adolecido de una visión excesivamente simplificada de la interpretación y la aplicación del Derecho y, por tanto, del razonamiento jurídico. El iusnaturalismo tiende a desentenderse del Derecho en cuanto fenómeno social e histórico, o bien a presentarlo en forma mixtificada, ideológica (Holmes [1920] comparó en una ocasión a los juristas partidarios del Derecho natural con los caballeros a los que no basta que se reconozca que su dama es hermosa; tiene que ser la más bella que haya existido y pueda llegar a existir). Para el positivismo normativista el Derecho -podríamos decir- es una realidad dada de ante mano (las normas válidas) y que el teórico debe simplemente tratar de describir; y no una actividad, una praxis, configurada en parte por los propios procesos de la argumentación jurídica. El positivismo sociológico (el realismo jurídico) centró su atención en el discurso predictivo, no en el justificativo, seguramente como consecuencia de su fuerte relativismo axiológico y de la tendencia a ver el Derecho como un mero instrumento al servicio de fines externos. Y las teorías “críticas” del Derecho (marxistas o no) han tropezado siempre con la dificultad (o imposibilidad) de hacer compatible el escepticismo jurídico con la asunción de un punto de vista comprometido (interno) necesario para dar cuenta del discurso jurídico justificativo. 3. Me parece que los déficits anteriores (y los cambios en los sistemas jurídicos provocados por el avance del Estado constitucional) es lo que explica básicamente que en los últimos tiempos se esté gestando una nueva concepción del Derecho que, en un trabajo reciente [Atienza 2.000], he caracterizado con los siguientes rasgos: 1) La importancia otorgada a los principios como ingrediente necesario -además de las reglas- para comprender la estructura y el funcionamiento de un sistema jurídico. 2) La tendencia a considerar las normas -reglas y principios- no tanto desde la perspectiva de su estructura lógica, cuanto a partir del papel que juegan en el razonamiento práctico. 3) La idea de que el Derecho es una realidad dinámica y que consiste no tanto -o no sólo- en una serie de normas o de enunciados de diverso tipo, cuanto -o también- en una práctica social compleja que incluye, además de normas, procedimientos, valores, acciones, agentes, etc. 4) Ligado a lo anterior, la importancia que se concede a la interpretación que es vista, más que como resultado, como un proceso racional y conformador del Derecho. 5) El debilitamiento de la distinción entre lenguaje descriptivo y prescriptivo y, conectado con ello, la reivindicación del carácter práctico de la teoría y de la ciencia del Derecho que no pueden reducirse ya a discursos meramente descriptivos. 6) El entendimiento de la validez en términos sustantivos y no meramente formales (para ser válida, una norma debe respetar los principios y derechos establecidos en la constitución). 7) La idea de que la jurisdicción no puede verse en términos simplemente legalistas -de sujeción del juez a la ley-, pues la ley debe ser interpretada de acuerdo con los principios constitucionales.8) La tesis de que entre el Derecho y la moral existe una conexión no sólo en cuanto al contenido, sino de tipo conceptual; incluso aunque se piense que la identificación del Derecho se hace mediante algún criterio como el de la regla de reconocimiento hartiana, la aceptación de la misma parece tener carácter moral. 9) La tendencia a una integración entre las diversas esferas de la razón práctica: el Derecho, la moral y la política. 10) Como consecuencia de lo anterior, la idea de que la razón jurídica no es sólo razón instrumental, sino razón práctica; la actividad del jurista no está guiada -o no está guiada exclusivamente- por el éxito, sino por la corrección, por la pretensión de justicia. 11) La importancia puesta en la argumentación jurídica -en la necesidad de tratar de justificar racionalmente las decisiones-, como característica esencial de una sociedad democrática. 12) Ligado a lo anterior, la convicción de que existen criterios objetivos (como el principio de universalización o el de coherencia o integridad) que otorgan carácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones, aunque no se acepte la tesis de que existe una respuesta correcta para cada caso. 13) La consideración de que el Derecho no es sólo un instrumento para lograr objetivos sociales, sino que incorpora valores morales y que esos valores no pertenecen simplemente a una determinada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada. 4. Ahora bien, aunque yo señalaba entonces como uno de los rasgos de esta “nueva” -o relativamente nueva- concepción del Derecho la importancia creciente de la argumentación jurídica, prácticamente todas las otras características están ligadas con eso, esto es, llevan a un aumento cuantitativo y cualitativo de los procesos de argumentación jurídica. Para mostrarlo, me referiré únicamente a dos de esas notas: la importancia de los principios y la creencia de que existen ciertos criterios objetivos que guían la práctica del discurso jurídico justificativo. 4.1. Como es bien sabido, la distinción entre reglas y principios es una cuestión sumamente controvertida, en la que no cabe entrar aquí. Me parece, sin embargo, que existe un consenso amplio en cuanto a la mayor dificultad -dificultad argumentativa- que supone el manejo de principios. Visto desde la perspectiva de la justificación de las decisiones judiciales (y los principios no operan únicamente en esta instancia del Derecho), cabría decir que la justificación supone varios niveles [Atienza y Ruiz Manero, 1996]. El primero es el nivel de las reglas. La aplicación de las reglas para resolver casos (casos fáciles) no requiere deliberación en el sentido estricto de la expresión, pero ello no supone tampoco que se trate de una operación meramente mecánica. En todo caso, el nivel de las reglas no es siempre suficiente. Con una frecuencia que puede cambiar de acuerdo con muchos factores, los jueces tienen que enfrentarse con casos para los que el sistema jurídico de referencia no provee reglas, o provee reglas contradictorias, o reglas que no pueden considerarse justificadas de acuerdo con los principios y valores del sistema. Naturalmente, esto no quiere decir que en tales supuestos el juez pueda prescindir de la reglas, sino que tiene que llevar a cabo un proceso de deliberación práctica (de ponderación) para transformar ciertos principios en reglas. Ello supone realizar operaciones como las siguientes: la construcción de una tipología de clases de casos a partir de un análisis de las semejanzas y de las diferencias consideradas relevantes; (en algunas ocasiones) la formulación de un principio a partir del material normativo establecido autoritativamente (la explicitación de un principio implícito); la priorización de un principio sobre otro, dadas determinadas circunstancias (el paso de los principios a las reglas). La argumentación jurídica en estos casos no puede reducirse, obviamente, a su esquematización en términos deductivos; el centro radica más bien en la confrontación entre razones de diversos tipos: perentorias o no perentorias, autoritativas o substantivas, finalistas o de corrección, institucionales o no... 4.2. La creencia en la existencia o no de criterios objetivos que controlan la justificación de las decisiones jurídicas es de radical importancia para abordar el problema de la discrecionalidad. Me limitaré a considerar la discrecionalidad de los órganos administrativos (la discrecionalidad jurídica no se agota aquí), sobre la que últimamente ha tenido lugar en España una interesante polémica [sobre ella, Atienza 1995] . La importancia de la cuestión radica en que, por un lado, se reconoce que las transformaciones del Estado contemporáneo, y en particular, el cambo en la función de la ley (el paso de una “vinculación positiva” a una “vinculación estratégica”) lleva a una revalorización de la discrecionalidad administrativa (la actividad administrativa no es mera ejecución jurídica); y, por otro lado, la Constitución española (en el art. 9, apartado 3) garantiza “la interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos”. ¿Son entonces los actos discrecionales de la Administración (el ejercicio de la potestad de planeamiento urbanístico, las intervenciones y regulaciones económicas, etc.) susceptibles de control judicial? Si a la cuestión se desea responder en forma positiva (si se quiere respetar la prohibición de arbitrariedad), no queda en mi opinión más remedio que partir de la idea de que las decisiones de los órganos públicos no se justifican simplemente porque provengan de cierta autoridad, sino que se precisa además que el órgano en cuestión aporte razones intersubjetivamente válidas a la luz de los criterios generales de la racionalidad práctica y de los criterios positivizados en el ordenamiento jurídico (los cuales, a su vez, no pueden ser otra cosa -si pretenden estar justificados- que concreciones de los anteriores); o sea, hay que presuponer una concepción suficientemente amplia de la razón. El escepticismo en este campo no puede conducir a otra cosa que al decisionismo, a considerar que la cuestión decisiva es simplemente la de “quien está legitimado para establecer la decisión”. Es interesante darse cuenta de que la existencia de la discrecionalidad (en sentido estricto [sobre el concepto de discrecionalidad, Lifante 2.001]) es el resultado de regular de una cierta forma la conducta: no mediante normas de acción (normas condicionales), sino por medio de normas de fin, que otorgan la posibilidad de optar entre diversos medios para alcanzar un determinado fin y también (hasta cierto punto) de contribuir a la concreción de ese fin; el razonamiento con ese tipo de norma no es el razonamiento clasificatorio, subsuntivo, sino el razonamiento finalista que parece encajar en el esquema de lo que Aristóteles llamó “silogismo práctico”. Digamos que los principios (los principios en sentido estricto), por un lado, y las normas de fin, por el otro, ponen de manifiesto que la argumentación jurídica no puede verse únicamente en términos de subsunción, sino también en términos de ponderación y en términos finalistas. La teoría de los enunciados jurídicos tiene, pues, mucho que ver con la teoría de la argumentación jurídica lo que, naturalmente, no tiene nada de sorprendente. 5. Lo dicho hasta aquí podría quizás resumirse de esta manera: una idea central del Estado constitucional es que las decisiones públicas tienen que estar motivadas, razonadas, para que de esta forma puedan controlarse. Dado que el criterio de legitimidad (del poder) no es aquí de carácter carismático, ni tradicional, ni sólo formal-procedimental, sino que, en una amplia medida, exige recurrir a consideraciones materiales, substantivas, se comprende que el Estado constitucional ofrezca más espacios para la argumentación que ninguna otra organización jurídico-política. Ahora bien, eso no debe llevar tampoco a pensar que el Estado constitucional sea algo así como un Estado argumentativo, una especie de imperio de la razón. Las “teorías constitucionalistas del Derecho” ( Bongiovanni [2.000] incluye bajo el anterior título -como casos paradigmáticos- las obras de Dworkin y de Alexy) corren el riesgo de presentar una imagen excesivamente idealizada del Derecho, probablemente como consecuencia de que son teorías formuladas preferentemente o casi exclusivamente desde la perspectiva del aceptante, del “hombre bueno”. Por eso, conviene no perder de vista que, como ya hace tiempo advirtió Tugendhat [1980], el Derecho del Estado constitucional no es el mejor de los imaginables, sino simplemente el mejor de los realmente existentes. Por un lado, no cabe duda de que el Estado constitucional sigue dejando amplios espacios a un ejercicio del poder que para nada hace uso de instrumentos argumentativos. Pongamos algunos ejemplos. Por razones de economía comprensibles, muchas de las decisiones que toman los órganos públicos (incluidos los órganos judiciales) y que se considera no revisten gran importancia no son motivadas: si no fuera así, se haría imposible un funcionamiento eficiente de las instituciones. Además, la burocratización creciente, el aumento de la carga de trabajo de los jueces, etc. lleva a que la no argumentación (la práctica de utilizar modelos estereotipados es, con frecuencia, una forma de no motivar) se extienda a decisiones que pueden tener consecuencias graves. Tampoco son motivadas, como se sabe, las decisiones de los jurados; en España, precisamente, hay una experiencia interesante, pues recientemente se introdujo el jurado (un jurado de legos) y se estableció la obligación de que motivaran sus decisiones, lo cual (dada la dificultad de la tarea) es probablemente una de las causas del (relativo) fracaso de la institución. La argumentación legislativa presenta notables debilidades: el proceso de elaboración de las leyes exhibe, en nuestras democracias, más elementos de negociación que de discurso racional; y las exposiciones de motivos son paralelas, pero no equivalen del todo, a las motivaciones de las decisiones judiciales. Y, en fin, una de las consecuencias del 11 de septiembre es el incremento creciente (y la justificación) de los actos del poder ejecutivo que quedan al margen de cualquier tipo de control (jurídico o político). Por otro lado, el carácter argumentativamente deficitario de nuestras sociedades es especialmente preocupante en relación con el fenómeno de la globalización, esto es, en relación con importantes ámbitos de poder que escapan al control de las normas del Estado. Parece, por ejemplo, obvio que las instituciones empresariales (las grandes empresas multinacionales) detentan un inmenso poder sobre las poblaciones y que sería absurdo considerar simplemente como un poder privado regido básicamente por el principio de autonomía. Y no parece tampoco que haya ninguna razón sólida para limitar el campo del Derecho al Derecho del Estado y al Derecho internacional entendido como aquel que tiene por objeto las relaciones entre los Estados soberanos. Twining ha insistido recientemente en que uno de los retos que la globalización plantea a la teoría del Derecho es precisamente el de superar esa visión estrecha de lo jurídico [Twinning 2.000, p. 252], y creo que no le falta razón. El pluralismo plantea sin duda muchos problemas de carácter conceptual y puede resultar, por ello, una construcción insatisfactoria desde el punto de vista de una teoría exigente. Pero el paradigma jurídico estatista (prescindir de los fenómenos jurídicos -o, si se quiere, parajurídicos- que se producen más allá y más acá del ámbito estatal) cercena el potencial civilizatorio del Derecho y tiene el riesgo de condenar a la irrelevancia a la teoría del Derecho.

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La Auditoría Sociolaboral en el campo de los recursos humanos es una de las asignaturas pendientes a la que tendrán que enfrentarse muchas de nuestras empresas y organizaciones en un futuro. Teóricamente, ya hemos superado aquello de que los recursos humanos son la clave del éxito de la compañía, de hecho cada vez son más los que le consideran como un factor estratégico. Pero, en la práctica, son muy pocas las organizaciones que han dado un paso adelante y desarrollan sistemas que permitan el estudio sistemático de toda la problemática que encierra el empleo del factor humano en las mismas. Las razones de este hecho las podríamos encontrar en que todavía se sigue haciendo un excesivo énfasis en los problemas económicos frente a los organizacionales y humanos, pero también podría ser fruto de un profundo desconocimiento de lo que es la Auditoría Sociolaboral, de la problemática que conlleva y de su utilidad y beneficios derivados de la aplicación de la misma. La gestión de los Recursos Humanos en las organizaciones en general y en la empresa en particular, ha ido adaptándose a las nuevas estructuras económicas y a los nuevos tiempos, demostrando cumplir con la morfogénesis necesaria para la convivencia con las organizaciones dado su evolución de cambio en el tiempo. La Auditoría Sociolaboral es una parcela emergente que en este momento cuenta con pocos estudios especializados. El concepto general relativo a la auditoría responde a la necesidad de dar transparencia y veracidad a una situación actual de la organización, y lo que hay que dejar claro es que lo que no garantiza es su continuidad en el tiempo ni realiza predicciones de futuro, por lo que nos podemos preguntar ¿cuál es el valor añadido que confiere cualquier tipo de auditoría realizada a la organización?. Una auditoría refleja la situación actual de la organización mediante la realización de pruebas en el momento actual y el estudio de los acontecimientos pasados, por tanto verifica una situación actual y no realiza ningún tipo de predicción sobre el futuro. Y por otro lado tenemos que tener presente que la responsabilidad del auditor no es otra que transmitir la imagen fiel en un determinado momento de una organización, pero jamás va a ser el responsable del diseño del sistema de control interno ni de los procedimientos, políticas y medios utilizados por la organización, ya que de llegar a realizarlo estaría ejerciendo la dirección de la organización o una consultoría sociolaboral y sería, por naturaleza, incompatible para realizar la auditoría de la organización. ¿Qué aporta la auditoría sociolaboral a la organización? Por un lado aporta la realidad actual de la organización, que servirá de punto de apoyo a la dirección de la organización para la toma de decisiones estratégicas, y aporta la comunicación de todas las debilidades (significativas o no significativas) encontradas en el transcurso de realización de la auditoría, debilidades que darán lugar a recomendaciones de arreglo de las deficiencias y debilidades de la organización, pero que en ningún momento serán las medidas a tomar por la organización para corregir dichas debilidades, estas medidas han de ser decididas por el órgano de dirección de la organización que, en definitiva, es la responsable de los recursos humanos. El auditor siempre ha de ser autónomo de la organización que audita, no pudiendo dicha organización imponer ningún límite al trabajo del auditor ni influir en su opinión profesional. De igual forma el auditor no puede ser el responsable del diseño del sistema de control interno ni de los procedimientos, políticas y medios utilizados por la organización, ya que se estaría autoauditando, lo que es un sin sentido. La auditoría bajo ningún concepto ha de interpretarse como un asesoramiento o consultoría que imponga las medidas a tomar para garantizar la buena marcha en un futuro, sino que por el contrario es una actividad censora que refleja, para bien o para mal, la realidad de una organización en un momento determinado, y en el supuesto de llegar más allá de la mera censura, entonces dejaría de ser una actividad de auditoría para pasar a ser una actividad de consultoría o asesoría por lo que el resultado de la misma no tendría nunca efectos frente a terceros. Tenemos que tener presente que la auditoría ha evolucionado en el tiempo por lo que su definición ha ido progresando según la necesidad de transparencia de las organizaciones. De esta evolución podemos observar como el primer interés por la auditoría fue el de la auditoría económica o censura de cuentas, evolucionando hacia la necesidad de rendir cuentas a los propietarios no empresarios dueños de las empresas y a los que hay que explicar que ha pasado con su inversión. Pero no queda aquí la evolución de la auditoría sino que avanza aún más y ya no solo se conforma con rendir cuentas a los propietarios no empresarios, sino también a los terceros como pueden ser entidades financieras, inversores, proveedores o clientes, entre otros, a los que le interesa la información que emite la empresa y de la que necesita un sello de transparencia y sobretodo fiabilidad de dicha información. Y debido a esta necesidad del sello de transparencia y fiabilidad de la información sociolaboral de la empresa, la auditoría ha de realizase bajo el amparo de normas de actuación de general aceptación y reconocimiento de tal manera que la congruencia del informe de auditoría promueva la credibilidad en el mercado de la información sociolaboral transmitida por las empresas.

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La Comunicación Interna es una herramienta decisiva para mejorar la dirección y la adaptación a los cambios en el marco de los objetivos estratégicos de las organizaciones. En este sentido, diversos estudios han demostrado la influencia positiva de la comunicación interna sobre la satisfacción laboral y el rendimiento de los empleados (v.g., Chiang, Salazar y Nuñez, 2007; Herencia-Leva, 2003). El Observatorio de Comunicación Interna e Identidad Corporativa (2010) indica que este tipo de comunicación crece en importancia y profesionalidad, especialmente en organizaciones de servicios, tales como, instituciones hospitalarias. En estas organizaciones sus empleados son responsables de toma de decisiones continuas ante la presión de tiempo. Ello implica que, deben tener un amplio conocimiento de su entidad y del entorno que le rodea. En este contexto, la comunicación interna es pieza fundamental para integrar y alienar a las personas con los objetivos de su empresa (Welch, 2003). Sin embargo, son pocos los centros hospitalarios que cuentan con un plan de comunicación adecuado. En este sentido, la Agencia Sanitaria Costa del Sol (ASCS), ante un escenario de crecimiento, considera necesario la elaboración e implantación de un Plan de Comunicación Interna. En base a ello, los objetivos fundamentales de este trabajo han sido (a) realizar un diagnóstico de la situación de comunicación interna de la empresa, y; (b) diseñar un plan de comunicación interna en función de la información obtenida. En concreto, siguiendo a Paul (1996), se ha realizado un proceso de auditoría basado en dos tipos de técnicas metodológicas: la administración del Cuestionario de Auditoría de la Comunicación (Varona, 1991) a 603 empleados/as, como técnica cuantitativa, y la realización de dos grupos focales multidisciplinares, de 15 personas cada uno, como técnica cualitativa. Por un lado, los resultados del cuestionario indican las dimensiones que son principales fortalezas o debilidades de la comunicación interna. Por el otro, del uso de la Técnica de Grupo Nominal se desprenden las principales actuaciones que son necesarias poner en marcha para la mejora de la comunicación interna en ASCS.