4 resultados para Vegetatively Incompatible Biotypes
em Universidade Complutense de Madrid
Resumo:
La simulación de enfermedad ha estado siempre asociada a la evitación de deberes militares. Tanto es así, que la etimología de la palabra malingering (simulación en inglés) proviene de la vida militar. De hecho, los principales manuales de diagnóstico psiquiátrico todavía mantienen los contextos militares como indicio para sospechar simulación. Además, esta forma de evitar obligaciones públicas se concebía como un intento de deserción y, en consecuencia, se identificaba con la cobardía y la deslealtad. Los Códigos de Justicia Militar de diferentes países así lo han contemplado y, en consecuencia, condenado. Debido a que la mayoría de los problemas psicológicos carecen de sustrato biológico, esta área de la salud ha estado inmersa en la subjetividad, favoreciendo que se relacionara, más que otras, con la sospecha de perfiles psicológicos deshonestos. En este contexto de arbitrariedad, los problemas mentales en población militar han sufrido un doble estigma. Por una parte, la fortaleza guerrera era incompatible con este tipo de problemas, convirtiéndolos en signo de debilidad. Mientras que, por otra, cualquier intento de evitación del servicio militar (como podían ser los problemas psicológicos aparentemente simulados) se asimilaba a un acto desleal. Por lo tanto, los soldados con problemas psicológicos -reales o simulados- eran estigmatizados, bien por debilidad, bien por cobardía o deslealtad. Así, ante las necesidades públicas de Defensa Territorial y/o Nacional, cristalizadas en una estricta cadena de mando cuyos objetivos eran incompatibles con la debilidad mental y la cobardía, la percepción de los problemas psicológicos partía de una visión intuitiva, cargada de connotaciones carentes de empatía y afianzada en este doble estigma. El problema para la sanidad militar –o los expertos de cada momento histórico- era determinar la veracidad de los cuadros psicopatológicos de los soldados, pero sin pruebas objetivas en las que basarse y bajo la presión de la cadena de mando...
Resumo:
Disponemos hoy de dos sistemas de clasificación diagnóstica: uno el establecido por la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, DSM-IV-TR, (APA, 2002); y otro, el desarrollado por la Organización Mundial de la Salud, la Clasificación Internacional de Enfermedades CIE- 10 (OMS, 1992) en su décima versión, que se utiliza de manera oficial para codificar las enfermedades en muchos países. En el DSM-IV-TR, el autismo viene incluido dentro del grupo de los trastornos generalizados del desarrollo (TGD) como una categoría diagnóstica que tiene su principal afectación en la alteración cualitativa de la interacción social, la flexibilidad, los intereses restringidos, el lenguaje y la imaginación o el juego. En los últimos años, y muy usado actualmente, se incorpora el término trastornos del espectro autista (TEA). Además de los aspectos ya aceptados en la denominación TGD, el término TEA resalta la noción dimensional de un “continuo” (no una categoría), en el que se altera cualitativamente un conjunto de capacidades en la interacción social, la comunicación y la imaginación. Esta semejanza no es incompatible con la diversidad del colectivo: diversos trastornos, diversa afectación de los síntomas clave, desde los casos más acentuados a aquellos rasgos fenotípicos rozando la normalidad; desde aquellos casos asociados a discapacidad intelectual marcada, a otros con alto grado de inteligencia; desde unos vinculados a trastornos genéticos o neurológicos, a otros en los que aún no somos capaces de identificar las anomalías biológicas subyacentes...
Resumo:
En este artículo, el autor sostiene que la actuación disciplinaria de las universidades, siempre sometida al principio de legalidad, es incompatible con la mediación u con otros alternativos de resolución de conflictos (ADR). Esta labor sancionadora, que suele ser coordinada por los Servicios de Inspección, e irrenunciable para cualquier universidad pública, no puede amparar, ni mucho menos potenciar, la solución negociada de una infracción punible. En concreto, la mediación, como forma de solución de controversias, solo puede tener una función preventiva en el ámbito universitario, y debe ser gestionada, con mucha prudencia, por otros órganos o unidades administrativas, en ámbitos en los que previsiblemente no debe aplicarse, ex lege, ninguna actuación sancionadora. La institución de la mediación (o de otros ADR, como la conformidad o la conciliación) cohonesta muy mal con el principio de legalidad, característico del Derecho sancionador, tanto en su vertiente sustantiva como procesal. Si toda conducta infractora debe ser castigada, tras la prosecución del correspondiente procedimiento administrativo, pero resulta que, por una negociación más o menos disimulada, se soslaya la aplicación del texto sancionador (total o parcialmente) –en función de que la Inspección de Servicios decida «acusar» de una u otra forma sobre la base de la previsible, o segura, actitud posterior del infractor–, se está haciendo saltar por los aires dicho principio de legalidad, que se ve desplazado por el «principio de oportunidad; siendo el de «legalidad» el único principio que debe regir la actuación de la Administración, tal y como establecen los artículos 25.1 y 103 de nuestra Carta Magna. Muchas veces olvidamos que el interés público constituye la razón de ser del procedimiento administrativo disciplinario, verdadero instrumento para el ejercicio del ius puniendi delegado por el Estado, donde no debiera tener cabida sustancial el principio dispositivo, ya que las partes no tienen ningún margen de negociación.
Resumo:
La liberalización económica y la apertura al exterior que incorporaba el Plan de Estabilización de julio de 1959 plantearon asimismo diversas interrogantes entre expertos acerca de cuál habría de ser el modelo de director de empresa tras el fin de la autarquía en España. El “modelo castizo” de economía, vigente en el país durante varias décadas, resultaba incompatible con la posible incorporación a una Europa inmersa en un proceso de elevado crecimiento económico (“Golden Age”), condicionando aquél tanto actitudes como modos de organización empresariales que comenzaban a caducar. En este sentido, aparte de un conjunto de opiniones formuladas por parte de ciertos economistas españoles de prestigio, hubo necesariamente que prestar atención a las diferentes teorías foráneas acerca de la función directiva, entre las que destacaba la teoría de la tecnoestructura del profesor de Harvard John Kenneth Galbraith, sustentada en su obra El nuevo estado industrial (1967). Según esta teoría, el imperativo tecnológico resultante de la postguerra occidental originaba el nacimiento de una burocracia empresarial al servicio de éste, con sus propios intereses, y en estrecha colaboración con el Estado. La tecnoestructura tuvo un amplio reconocimiento público, pero también múltiples críticas, sobre todo desde el ámbito académico, dentro y fuera de su país de origen, los Estados Unidos de América. Este debate económico, político y empresarial también se trasladó a España, desde que a mitad de la década de 1950 se publicaron los primeros libros de Galbraith, hasta el final de la dictadura de Franco, cuando el autor institucionalista y keynesiano procedía a la continuación de su teoría a través de otros conocidos títulos suyos; desde los preludios de la citada operación estabilizadora hasta el ocaso de la planificación indicativa, aproximadamente. En suma, el objetivo de esta tesis es estudiar la influencia de Galbraith en nuestro país durante la segunda etapa –más aperturista desde el punto de vista económico- del franquismo, sin la intención de realizar una valoración acerca del pensamiento del economista norteamericano, ni descartar otras influencias de otros autores foráneos en España...